viernes, 8 de octubre de 2021

Receta y desánimo

      A veces no tengo demasiadas ganas de escribir y dedico mi inmenso tiempo libre a otras tareas, incluso a ordenar y tirar papeles. El mundo no tiene buen cariz y eso me desanima, las cosas las veo chungas por todas partes, por eso trato de evadirme y escapar, aunque me es imposible la mayor parte del día.

      Una de las faenas favoritas a la que me entrego con pasión es la cocina, esto ya lo he comentado aquí a menudo. Esta mañana, en los saludos cotidianos y matinales que intercambio con muchas amistades por WhatsApp, le comenté a mi amiga Carmen G. que ayer a mediodía hice un guiso marinero que salió de auténtico lujo, de restaurante de varias estrellas. Carmen respondió rápida en demanda de la receta; a ella y a su marido también les encanta cocinar y sospecho que son unos auténticos maestros en el arte culinario.

      El guiso marinero ─así me parece apropiado denominarlo─ partío de una receta muy simple con ciertas analogías a la de un bacalao al pil-pil clásico. Y ahí comenzó todo.

      En una cazuela puse cuatro generosas cucharadas de aceite, partí en dos una cebolla, pulverice una de las mitades en la “picadora” con tres dientes de ajo y la otra la trabajé con el cuchillo, desmenuzándola en trozos pequeños. Puse todo a sofreir. Poco después añadí unos cuadrados ─bastante grandes─ de bacalao fresco con la piel hacia abajo. También unas hebras de azafrán. Espolvoreé por encima una cucharada de pimentón de la Vera picante y sal. Lo cubrí con dos vasos, uno de agua sola y el otro era una mitad de vino fino, agua y una cucharadita de harina de trigo normal bien disuelta.

      La obra la completé echando en la cazuela unos langostinos pelados. Pensé en dejarlo unos veinte minutos de cocción, pero en esto se me ocurrió que podía añadir unas cuantas cosas de esos sobres congelados que se dicen de “preparados para paella” y que tienen trocitos de algún pescado, mejillones, alguna gamba perdida, almejas, calamares... Vacié en el recipiente al fuego un cuarto del sobre que tenía en el congelador.

      A los diez minutos aquello ya tenía un aroma muy atrayente, probé con un cucharón y quedé estupefacto, ¡estaba riquísimo!

      Vigilé atento los últimos minutos para que no ocurriese ningún estropicio. Adorné los platos con unas ramitas de perejil fresco en el borde. En la mesa todos pudimos disfrutar de un excelente invento culinario surgido casi sobre la marcha.

      (He optado por escribirlo aquí para mi amiga Carmen y para recordarlo la próxima vez que me lo pidan hacerlo en casa)