jueves, 29 de julio de 2021

"Há males que vêm por bem

      De vez en cuando revuelvo papeles para ver qué puedo tirar por inservible o caduco, no lo hago con la frecuencia que desearía, mi amor al desorden no me lo permite. Hoy tomé un gran fajo de folios, cuadernos y recortes que tenía sobre una silla y comencé a curiosear entre ellos. Allí me apareció una de mis infinitas cartulinas escritas de tamaño media cuartilla, con la frase: «Tras las nubes oscuras el sol brilla más fuerte». Dejé la tarea emprendida y con la tarjeta comencé a abanicarme y a pensar.

      Enseguida observé el parecido con el viejo refrán español que dio nombre a una de las obras del escritor, casi no recordado, Juan Ruíz de Alarcón que vivió en las últimas décadas del siglo XVI y primeras del XVII, allá por el nunca bien ponderado Siglo de Oro español. Naturalmente me refiero al famoso: «No hay mal que por bien no venga». Uno de los refranes ─dicho sin ironía─ que tiene inequívocos rasgos optimistas, cariz no frecuente en nuestro extenso refranero; aunque también observo en él un sesgo conformista y desencantado, algo así como que las cosas van mal y nos fastidian, pero quizás algún día brote una brizna de esperanza futura.

      Busqué el proverbio ─para ver el equivalente─ en el país vecino y allí dicen: «Há males que vêm por bem». Me sorprendió porque creí ver (¿me equivoco?) una deformación del nuestro para uso de políticos desvergonzados que desean vender su maligno producto a toda costa.

      O sea, tenemos drama, crisis, ruina, miseria... Pero ─no se apuren─ todo esto nos viene para bien.

miércoles, 28 de julio de 2021

¿Qué pasaría si...?

      Me preguntaba hace un rato, ¿qué pasaría si no tuviese ninguna idea sobre la que poder escribir hoy? ¿Y si no pasa por mi cabeza ninguna idea para expresar en esos siete minutos de mi desafío?

      Entonces me acordé de la frase mágica: ¿Qué pasaría sí...? Una vez que se pone en marcha este interrogante y nos tomamos unos minutos inmediatamente brotan una serie de imágenes y nociones sobre las cuales se puede escribir algo, o al menos eso me parece a mí.

      Hay dos cauces distintos para seguir “el qué pasaría”, uno es el de utilizar agentes externos o asuntos que nos vienen del mundo de fuera, por ejemplo, qué pasaría si me tocara la lotería o qué pasaría si me acuesto hoy y mañana me despierto en Australia o algo así. Y hay otros “qué pasaría” que están más relacionados con un ámbito más interno, en donde uno es un sujeto agente más involucrado en ese “qué pasaría”. Se me ocurre poner el siguiente ejemplo: ¿Qué pasaría si mañana me encontrase en una nave espacial que se dirige al planeta Marte en una expedición de colonización? Otro que me pasa por la cabeza puede ser: ¿Qué pasaría si mañana por la mañana me despierto y resulta que soy Velázquez? ¿Y si soy Homero?

      Al escribir estas líneas de siete minutos he recordado ese genial y breve poema de Samuel Taylor Coleridge que va muy en esta línea de todo el universo que se puede contemplar desde un buen “qué pasaría si...”:

¿Y si durmieras?
¿y si en sueños, soñaras?
¿y si en el sueño fueras al cielo,
y allí cogieras una extraña y hermosa flor?
y si, al despertar...
tuvieras esa flor en la mano?

      Desde luego puede pasar de todo...

martes, 27 de julio de 2021

¿Sólo ausencia de ruido?

 

      ¿El silencio es únicamente ausencia de ruido? Quizás sea algo más concreto o compacto, no sé cómo decirlo. Recuerdo ─es posible que entonces tuviese seis o siete años─ que abrí el botiquín de casa, era algo que siempre me atrajo enormemente. Allí había un tubo con "Aspirinas", otro con “Okal”, un frasco casi vacío de alcohol y otro, más pequeño, con tintura de iodo. Unas gasas y unas vendas, poco más. Pero en un pequeño hueco también estaban escondidos dos termómetros, uno con los números casi borrados y otro más nuevo. Con mucho cuidado los cogí y cerré el botiquín.

      Estaba en la parte alta de una alacena y me auxilié de una silla alta y una caja de madera encima para alcanzarlo. Bajé con mucho cuidado y con mucho silencio.

      En la habitación, ultima, la que me servía de cuarto de juego, preparé una repisa en la ventana y me dispuse a romper los termómetros y sacar el mercurio de su interior. Tenía ya guardado uno de aquellos tarritos de “Penicilina”, que eran muy corrientes entonces, con su tapón de goma dura, que me serviría para meter allí el metal (aunque entonces no tenía ni idea de que aquel líquido pesado, denso y brillante era un metal). Cogí un martillo de un juego de carpintería que me habían puesto los Reyes Magos unos meses antes. Con un par de golpes suaves rompí la parte fina y vertí el liquido de los aparatos de medición en el tarro.

      Me aseguré de que todo era silencio a mi alrededor; me acerqué a la puerta, no se oía nada. Fui de nuevo a la ventana. Puse un trozo cuadrado de cristal sobre un paño de color azul de la cocina y volqué con mucho cuidado y precisión todo el mercurio. Me parece recordar que entonces ya sabía que ese líquido plateado era peligroso por inhalación, ingestión y contacto, quizás lo sabía de algún libro o me lo había comentado mi padre alguna vez. También sabía que podía producir irritación en la piel y en los ojos. Procuré no tocarlo.

      La bola aplastada sobre el cristal era para mí algo muy misterioso y atrayente, quedé casi en éxtasis mirándola. Después, con un palito, iba separando bolitas pequeñas que rodaban unos centímetros por el cristal cuidando que ninguna cayese al suelo. Cuando conseguía que todas las gotas fueran del mismo tamaño las empujaba para que se uniesen formando otra vez la gota grande. Y así muchas veces, en el calor de la tarde.

      Aquello, para mí, era el silencio.

lunes, 26 de julio de 2021

Un riesgo por correr

      ¿Habéis volado alguna vez en una avioneta? Lo primero que me impactó fue el ruido a latas, parecía que había latas arrastrándose y saltando por todas partes. El despegue fue normal, sin mucho sobresalto. El vuelo fantástico, contemplar la tierra desde un pequeño avión no tiene nada que ver con un viaje en un gran aparato, los paisajes están muy a la mano, el río y los barcos, las personas son hormigas, los automóviles, los trazados de carreteras y caminos, las torres de las iglesias, los edificios altos y modernos con piscina en la azotea, los campos y el mar... El tiempo también voló y hubo que aterrizar. Ahí el cuerpo se tensa y la boca del estómago se agita y retuerce, pero todo fue bien.

      En mis siete minutos de hoy quería responder a una pregunta que me he lanzado ─en plan provocativo─ esta mañana: ¿Qué riesgo serías capaz de correr? Y enseguida pensé en volar, recordé la avioneta, y recordé también cuando iba en mi moto a ver los ultraligeros volar en el pequeño aeródromo de esos cachivaches que hay en La Ina, una pedanía de Jerez. ¿Os imagináis la hermosura del paisaje desde un pequeño artefacto volador? Y volar más lento, aunque con el molesto chirrido del motorcito, volar casi mecido en el aire.

      Imaginé hacer mi siempre pendiente Camino de Santiago, pero surcando el espacio con un ultraligero recorriendo el camino francés desde Roncesvalles hasta la Plaza del Obradoiro: Pamplona, Logroño, Burgos, León... Extasiado ante la belleza de tantos paisajes de la ruta.

      ¿Y hacerlo en un parapente?...

jueves, 22 de julio de 2021

Un personaje para hoy

      Aún con los ojos casi cerrados me pregunté esta mañana, ¿qué personaje de novela te gustaría ser o haber sido? Convencido de que se trataba de un pensamiento inspirador comencé a darle vueltas al asunto.

      Traté de hacer un repaso rápido de los muchos personajes que me son familiares, llegué hasta Harry Potter y a Alatriste, pasé por Don Quijote y Sancho, Hamlet, Gregorio Samsa, el capitán Ahab, el detective Sam Spade de Dashiell Hammett, el Conde de Montecristo y unos cuantos más...

      En todos ellos había cosas que me subyugaban, aspectos de la personalidad y conducta que me atraían y, ni que decir tiene que me detuve bastante tiempo en Tom Sawyer.

      La lista se alargaba y veía que podría dar abasto en los siete minutos de mi desafío literario y diario. Opté por parar en Alejandro Dumas con mis admirados mosqueteros, los fieles guardianes del rey Luis XIII de Francia. La intriga, el misterio, la valentía, la oscura personalidad y elegancia de Aramis, me han fascinado siempre; una vida de mil facetas distintas.

      Ya más despierto, sentí estar en un mundo y en un país extraño. Me asomé a la ventana y vi un letrero inmenso ─que colgaba de unas nubes negras─ que ponía: «1984».

      Creo que estaba más cerca del protagonista de la novela de Orwell, aquel Winston Smith, era un hombre calmoso que vivía en Oceanía en el año 1984 y trabajaba en el tétrico "Ministerio de la Verdad".

      Sí, me parece que sí, hoy soy Winston Smith...

miércoles, 21 de julio de 2021

La rendija chivata

 

      Era un salón, o un corredor muy amplio de suelo brillante y fresco por el que solíamos revolcarnos en verano; siempre jugábamos allí o en la azotea. Nos encantaba hacer rodar por aquel suelo limpio los bolindres de cristal con colores en el interior. A veces perdíamos alguno debajo del pesado perchero ─o paragüero─ que estaba ─según se venía de la escalera─ a la derecha y tenía un gran espejo central. Al lado de este mueble estaba la puerta abierta ─pero prohibida la entrada─ del despacho del padre de mis amigos.

      A la derecha hacían guardia un par de macetones debajo de un amplio ventanal que daba a un patio de la casa de abajo. Entrando a la izquierda había una pequeña puerta de dintel muy bajo que daba a un almacén y trastero que servía también muchas veces de cuarto de estudio o de castigo. En la parte frontal había dos puertas, una siempre abierta al comedor principal y otra, al lado, que jamás vi abierta. Tampoco nunca observé que nadie entrase o saliese de ella en mis frecuentes visitas a aquella casa.

      Sin embargo, de vez en cuando, veía luz por la rendija de la parte de abajo e incluso una sombra que se movía por allí e interrumpía el flujo de luz hacia afuera.

      Interrogué muchas veces a mis amigos ─dueños de la casa─ sobre qué (o quién) había allí; siempre callaban y refunfuñaban algo que jamás conseguí entender...

martes, 20 de julio de 2021

El testamento

     Narraré ahora, en los correspondientes siete minutos que me otorgo, una pequeña anécdota ─de ayer─ con la que mi nieto Carlos nos obsequió; anécdota con la que aún reímos hoy toda la familia.

     Llegó por la tarde con su habitual hermosa sonrisa que siempre le alumbra. Fue directamente al frigorífico ─también como siempre─ después de los saludos de rigor; eso es ya un ceremonial. Estuvo un rato enredando en la cocina (léase comiendo, moviendo las mandíbulas; incansable e insaciable).

     No pasaron demasiados minutos y volvió al salón con la ingenuidad de sus pocos años trazada en su cara. Me preguntó como si tal cosa:

     ─Abuelo... ¿tú has hecho ya testamento?

     Quedé un poco petrificado por unos instantes y comencé ─después─ a reír a carcajadas. Él esperó pacientemente. Cuando me recuperé le dije:

     ─¿Por qué me haces esa pregunta? ¿A qué viene eso del testamento?

     Sin darle mayor notoriedad al asunto y, con toda la naturalidad y calma que le caracterizan respondió:

     ─No. Verás... Es que me gustaría quedarme con la casa de "El Manantial", ya sabes que me encanta desde siempre.

     Sin esperar ninguna respuesta se dio la vuelta y regresó a la cocina.

lunes, 19 de julio de 2021

Tres palabras

 

      Lo he contado alguna que otra vez. Mi abuelo materno, cuando hallaba una palabra que le sonaba bien, que tenía fuerza, o eco o música, la repetía tres veces a intervalos regulares durante uno o dos días. Aún recuerdo unas pocas de aquellas palabras que aprendí (inevitablemente) en mi lejana infancia. Una fue ábaco. Caminando con paso mesurado y las dos manos a la espalda casi recitaba: “Ábaco... Ábaco... Ábaco”. Creo que incluso le daba un tono especial a esas repeticiones, no sé si era un tono algo engolado o era el propio vocablo el que provocaba a la palabra una profundidad cavernosa. Él lo hacía lentamente, paladeando las palabras como si fuesen algo exquisito.

      Ayer me sucedió algo similar, creo que debe ser eso que llaman carga genética. Encontré (y nunca mejor dicho) la palabra serendipia que ahora se utiliza ─muy a menudo─ para indicar algún hallazgo fortuito y valioso. Fue a consecuencia de preguntarme, ¿es la Pfeizer una serendipia?

      Estuve toda la tarde dándole vueltas al dichoso término: “Serendipia... Serendipia... Serendipia...”.

      Quizás fuese amenaza del viento de Levante, Levante en calma, el calor reinante con mi debilitamiento cerebral subsiguiente. O, probablemente, el normal tedio de la tarde en la canícula. Se lo comenté a mi esposa y me brindó la tercera palabra, me dijo: “¡Estás modorro!”.

      Sí, esa era la tercera; después de ábaco y serendipia, venía modorro...

      Estaba modorro, "modorro... modorro... modorro".

domingo, 18 de julio de 2021

Desde ahora hasta el inicio

     A menudo suelo decir (y probablemente lo dijo antes Haruki Murakami) que un escritor es un payaso que hace juegos malabares con las palabras. O, si así lo quieren ustedes, un tahúr que juega con verdades y mentiras, con fantasías y realidades, entretejiéndolas.

     Siguiendo con esos mis siete minutos de escritura diaria, hoy debería contar ─ojo, en esos siete minutos─ toda mi vida. Pero yendo desde atrás hacia el comienzo de la misma, a cronómetro abierto.

     Habrán oído alguna vez, eso de que cuando alguien está en esos instantes antes de morir, toda su vida le pasa por delante en unas simples milésimas de segundo. Afortunadamente, yo dispongo ─ahora mismo─ de un poco menos de 420 segundos, ¡una eternidad!, para contar mi vida, incluso me pueden sobrar unos cuantos.

     Toda mi vida, o al menos todo lo que recuerdo de ella, se ha movido sobre tres ejes fundamentales, que algún día, hace ya muchos años llegaron ─y no sé cómo─ hasta mi mente y allí se instalaron para siempre. Se convirtieron en mi propósito existencial, en mi lema: “Aprender, hacer cosas con lo aprendido y disfrutar con todo lo aprendido y hecho”.

     Así, de años atrás hacia adelante, o de ahora mismo hacia atrás...

     En siete minutos únicamente llego a una carilla de un folio escrito a mano.

     Aunque, realmente, tampoco hay mucho más...


sábado, 17 de julio de 2021

En siete minutos...

 

     Voy a escribir algo en siete minutos, no sé a cuánto me llegará, se trata de una prueba, no de velocidad, sino de contar un máximo de cosas, no debo parar, para nada, en esos siete minutos. Se trata de una de mis malditas ocurrencias.

     Realmente deseo relatar alguna pequeña cosa que me haya sucedido en estos días, alguna minucia de esas que parece intrascendente pero que después tiene más influencia de la que uno cree y te catapulta de modo sorprendente hacia sitios insospechados.

     Lo malo es que ahora no encuentro en mi cabeza ninguna cosa de esas. Seguro que me han ocurrido un puñado anécdotas de contenido mínimo, pero ahora no me acuerdo de ninguna, pero no he de dar este ejercicio por fracasado, conseguiré teclear siete minutos aunque sea sin contar nada.

     He de decir que mi velocidad de tecleo no es espectacular, ni tan siquiera decente, soy más bien lento escribiendo y siempre vuelvo atrás para ver lo que he escrito e ir corrigiendo detalles sobre la marcha.

     Una de las cosas puede ser el calor, otra el Levante, otra el cansancio intrínseco de todo verano. También podría contar algo sobre mis controles diarios de la glucosa y cómo intento contener la subida del azúcar en la sangre mediante la alimentación y el ayuno intermitente; el de cuatro días a la semana pasando, a base de infusiones, dieciséis horas sin comer nada. Así voy viendo como los numeritos oscilan cada mañana ─en ayunas─ por arriba o por debajo de lo apetecible. Algunos días, sin saber cómo, me desespero y me deprimo (aunque las subidas no son tan escandalosas como eran las de mi madre, que llegaba hasta los 400 mg/dL), yo sólo llego, en mis peores momentos, a un máximo de 1,3. Pero eso me pone en alerta, le tengo miedo, sé las consecuencias que eso trae.

     Me fijo ahora ─con esto de la pandemia─ en que si la carrera en busca de las vacunas ─carrera absolutamente lógica y justificada─ se aplicara a la investigación en la diabetes quizás se evitarían las desastrosas consecuencias que tiene cada año esta enfermedad en el mundo, con un coste económico bestial. Bueno, también con otras enfermedades ocurriría exactamente igual. Pero ya sabemos que la traducción en votos de esto es un cálculo difícil para los políticos y hay otros asuntos de rentabilidad política que los ven más inmediatos, como sacar huesos enterrados y cambiar nombres de calles y plazas...

     ¿Ya han pasado los siete minutos? Creía que iba a poder escribir más; debe ser mi lentitud mecanográfica... ¿Quizás con un bolígrafo?...