sábado, 10 de abril de 2021

De hienas y zorros; al levantar las pestañas hoy

    Aquí estamos, hoy sábado 10 de abril a la espera de la vacuna. En teoría ya debería estar vacunado a tenor de la edad y de mi constatable historial de persona de riesgo, empezando por el EPOC y terminando por la desagradable palabra que todos conocemos. En fin, esto es España y ya conocemos el percal que inunda este país. Nuestro péndulo se mueve entre dos extremos; desde el de las mentiras al de los abusos. Basta levantar las pestañas por la mañana y enseguida topas con individuos que aspiran y sueñan con la tiranía, aplastar el pensamiento y cercenar libertades. Plebe maligna alentada por quienes todos saben y que siempre es subrepticio.

     Pues sí; abro un ojo en esta mañana y me doy cuenta de que llevo un año sobreviviendo y, más o menos preso,... arrestado, confinado, da igual. Mentiras de tenderete por doquier, promesas que cambian de hoy a mañana y que nunca se cumplen, ya nadie cree en nada. Mientras el líder de la trola nacional pregona que estamos en «el principio del fin de la pandemia», ¿la tercera vez que lo lanza al aire desde el “teleprompter”? Hace nueve o diez meses aireó ─juró y perjuró─ que ya había derrotado al virus; la poca credibilidad que le quedaba se fue a la mierda entonces. Todavía somos muchos millones de ciudadanos que esperamos la vacuna-maná (¡qué vaya usted a saber!).

     Levanto la pestaña que me falta y veo el odio como una seña de identidad en el existir diario de este país. Va desde el palacio de las Cortes hasta todas las calle de España, el rencor, la inquina, todo con saña. Enconamiento, animadversión...

     ¿Hienas y zorros?, ¿hipopótamos y cocodrilos?

     Triste panorama,... de verdad.

     ¿Me tocará la vacuna antes de la Virgen del Carmen?

viernes, 9 de abril de 2021

De espaldas al sol (II)

 

     ─Abuelo, ¿Kane hablaba solo? ─preguntó Carlos.

     Me temo que debo proseguir la historia del pistolero Kane, ya mi nieto me ha insistido varias veces desde ayer.

     ─Sí, llevaba muchos días sin ver ni hablar con persona alguna, y pasaba ratos pensando en voz alta y hablando consigo mismo ─le respondí.

     ─¿Qué pasó después de lo de ayer? ¿Se comió el urogallo?...

     A Kane le agradaba mucho ver a los animales y aquella zona era rica en toda clase de ellos, se cruzaba con ciervos de Virginia, coyotes, linces rojos, Uapitís, y veía volar aves como la codorniz, palomas, cardenales, águilas calvas, gavilanes colirrojos, faisanes y otros.

     ─Abuelo, ¿había bisontes también?

     ─Sí, cuando Kane iba por partes de pradera también veía bisontes americanos, gallos de las praderas, tejones, armadillos y algunas de las mayores poblaciones del perrito de la pradera típicos animales de aquella parte occidental de Oklahoma por la que iba nuestro amigo.

     ─Yo he visto a los perritos de la pradera en televisión, ladran como los perros, son como ratones marrones, o como conejos, que viven en boquetes en el suelo y asoman la cabeza, ¿no?

     ─¿Me dejarás proseguir la historia? Si me interrumpes tanto se me va la memoria, ¿vale?

     ─Vale, ya te dejo abuelo,... sigue.


     Estaba cansado, o más bien agotado, necesitaba unos días de descanso, de coger fuerzas, de centrarse en algo. Quería encontrar algún poblado en el que pasar unos días, o mejor unas semanas, de tranquilidad. No tenía problemas de dinero, en sus alforjas llevaba una buena cantidad; podía pasar muchos meses ─posiblemente años─ sin hacer ninguna clase de trabajo. Se rascaba de continuo, le picaba todo el cuerpo, estaba muy molesto con eso, posiblemente tenía pulgas u otro insecto malvado del que no lograba deshacerse, su mala higiene le era insoportable.

     Cabalgaba, como siempre, con el sol a sus espaldas, hacía un par de horas que había amanecido y el calor ya era sofocante. Se desvió hacia un grupo de rocas con arbustos que vio a su izquierda, tendría que parar un rato. Pero una lejana y discreta nube de arena le alertó, aceleró para buscar refugio y esperar. No había pasado mucho rato cuando distinguió a un grupo de indios no demasiado numeroso, quizás veinte o veinticinco, todo lo más, no podía contarlos bien desde su escondite. Parecía que intentaban cazar alguna pieza grande. Intentó deducir de sus vestimentas y adornos a qué tribu pertenecían. Se serenó al ver que no eran “apaches”, a los que él situaba mucho más al sur; pensó (y acertaba) que era indios “osanges”, que tenía entendido que eran mucho más pacíficos y amigables. De todas formas se quedaría oculto, era lo mejor. Además, estaba preocupado por su revólver, el viejo Colt Paterson, después de matar al urogallo le parecía que estaba desajustado y que no funcionaba del todo bien; a la primera ocasión que tuviese lo cambiaría por un moderno Colt Peacemaker que sabía que era una maravilla.

     Mientras veía que los cazadores “osanges” desaparecían en dirección noreste, decidió seguir el sentido contrario, iría hacia el sudoeste, quizás encontrase algún poblado en el que descansar y reponerse.

     Tardó dos días más hasta que llegó a vislumbrar, muy a lo lejos y un poco a la izquierda de la dirección que llevaba, una o dos columnas de humo que parecían proceder de chimeneas.

     Le aumentó el picor y también el hambre...


     ─Abuelo, ¿encontró un pueblo?, ¿qué pasó?

    Le miré sonriendo y dije:

    ─Habrá que esperar a mañana, ¿no?

miércoles, 7 de abril de 2021

De espaldas al sol (I)

     Siempre cabalgaba de espaldas al sol, hasta que su espalda ardía y entonces buscaba una sombra para descansar un rato y beber unas gotas de agua. Llevaba dos semanas sin descanso y pensó ─sin mirar atrás─ que ya había dejado de perseguirle. Le dolía el hombro izquierdo de una antigua bala que le rozó, aunque ya ni se acordaba de cómo fue aquello. Quizás el tiempo iba a cambiar, un buen chubasco no vendría mal, llenaría las dos cantimploras. Pero le fastidiaría el maldito barro.

     Calculó que aún debería estar a caballo una hora o cosa así, después buscaría un refugio, cosa que no era nada fácil por aquellos lugares. Tocó, con el índice y el pulgar, la culata de su viejo Colt Paterson, notó como sus dedos dejaron algo de polvo al tocar el arma. Era una vieja manía, cada media hora rozaba el arma y escupía, esos gestos le generaban una extraña sensación de seguridad. Le quedaban unas veinte balas, tendría que comprar algunas más en cuanto hubiese ocasión de hacerlo.

     El sol le seguía ardiendo en la espalda, quizás el pequeño dolor estaba relacionado con el Winchester de 1873 que le colgaba al hombro, pocas veces lo ponía en la funda de la cabalgadura. Tendría que dispararle a algo para comer, sus reservas estaban casi agotadas. Seguro que ya podría encender fuego sin temor a señalar su posición con el humo.

     Se sabía perdido, muchas veces en su vida le había sucedido lo mismo, recordó el viejo cuento de la zanahoria que un día oyó relatar a un embaucador en una calle de no recuerda dónde. Decía que, antiguamente, en un país de Oriente, para moler el trigo, los campesinos utilizaban caballos para mover las ruedas de los molinos. Los caballos giraban incansablemente, durante todo el día, iban queriendo atrapar una zanahoria que llevaban colgada delante de su hocico; solamente podían comer esta zanahoria a la caída de la noche.

     Pensó que él, y muchos más, eran así; iban con una zanahoria colgada en la nariz, pero nunca se la comían cuando llegaba la noche. Al día siguiente ─de modo casi mágico─ tenían una nueva zanahoria en la nariz.

     Desvió su ruta un poco a la derecha ─aunque el sol seguía en su espalda─ hacia una densa floresta en la que seguramente podría encontrar agua y algún animal comestible. Pararía por allí hasta el amanecer del día siguiente, y ahora sí encendería un buen fuego.

     Con el sol ya muy arriba, encontró un arroyo con abundante agua, fresca y clara, se bañó entre las piedras y no vió ningún pez. Después, se dispuso a buscar algún frutal silvestre para comer algo. El animal ─atado a soga─ ya daba buena cuenta de todo lo que encontraba a su alrededor.

     El sonido del gallo de las praderas o urogallo grande, es inconfundible, lo percibió cerca y eso le hizo pensar que se encontraba al norte de Oklahoma, sacó el Colt Paterson y se arrodilló muy quieto, rogó que el caballo no hiciese ningún ruido que espantará a la gallinácea. Apareció con aire despistado de entre un tupido matorral. Kane disparó rápido y la pieza cayó de inmediato...


     ─¡Abuelo sigue! ─clamó Carlos.

     ─No, no. Ahora descansaré, después te seguiré contando la historia de Kane.

     ─Pero, ¿y si no te acuerdas? ─preguntó con ansia.

     ─Sí; me acordaré. Seguro que si no lo recuerdo tú te encargarás de ello.

     ─Bueno, vale, ¿después de comer?

     ─Abuelo, ¿tú conociste a Kane?...