viernes, 14 de enero de 2022

El día después

 

    Esto decía Ricardo Piglia (un excelente especialista en Jorge Luis Borges) sobre lo que era su idea de escribir cartas. “Escribir una carta es enviar un mensaje al futuro; hablar desde el presente con un destinatario que no está ahí, del que no se sabe cómo ha de estar (con qué ánimo, con quién) mientras le escribimos y, sobre todo, después: al leernos. La correspondencia es la forma utópica de la conversación porque anula el presente y hace del futuro el único...”


      Ayer ─día de mi cumpleaños como muchos sabéis─ recibí una enorme cantidad de mensajes cariñosos de felicitación, me llegaron por todas partes, por WhatsApp, por Instagram por e-mail, por Facebook, por Messenger... Creo que nunca he recibido tantos. Realmente fue un disloque y me gustaría disponer de mucho tiempo para ir contestando a todos. Podría hacer muchas reseñas de ellos, desde los más escuetos hasta los más extensos, pero hay uno que me impresionó (e, incluso, me emocionó) en él, una persona me dice cosas que agradezco con toda el alma y que hacen que el día de hoy sea para mí mucho más colorido y venturoso.

      A lo largo de mis años de profesión y dedicación he contribuido a cambiar algo de la vida de algunas personas. A veces esos cambios han sido grandes, los que considero que han sido mis triunfos, las más de las veces ─en otras ocasiones─ he conseguido pequeños cambios en personas que han sido, por fortuna, decisivos para ellos. Cierto también que ha habido fracasos, normal, pero esos no voy a computarlos aquí hoy, no es el momento ni el día.

      Posiblemente ese sea el mejor legado que dejaré de mi existencia y paso por este mundo. Y aunque muchas personas me han reconocido lo hecho por ellas en estos aspectos, nadie como en ese e-mail ─que he citado antes─ lo ha expresado de una manera tan gratificante para mí; el equipararme ─o interpretarlo─ como que he sido un mensajero de un Poder Superior me sitúa en un plano tan impensable que incluso mi ego se resiente.

      Todo es recíproco en esta vida, se da y se recibe siempre, también yo he de sumar a mi vida todo lo que me han aportado mis amigos de todos los lugares del planeta, en mi humanidad, en la capacidad de comprender, en sentido de la compasión, en disciplina, en mis percepciones, en incrementar la paciencia, en mis conocimientos y en muchas otras cosas. Siempre ─todos─ habéis sido para mí un gran descubrimiento y habéis logrado enriquecerme en múltiples y variados aspectos.

      Vosotros también sois un milagro de esos que han aparecido siempre en mi vida.

      Un gran abrazo.

jueves, 13 de enero de 2022

Un año más a mi costal

      Hoy ya estoy aquí, 13 de enero, en esa edad en la que se coloca una valla que tiene un letrero colgando que nos dice que ya somos bastante mayores y que hemos superado un número considerable de años. Me he levantado temprano con la intención de escribir algunas palabras para contar esas primeras sensaciones que presumía que iba a tener, pero la realidad es que ─hasta ahora mismo─ no percibo nada especial, acaso una especie de “déjà vu” como el que entra cuando se pasan indiferentemente las hojas de un calendario, es esa sensación que tenemos cuando nos ocurre algo que parece que ya hemos vivido antes; nada más.

      Posiblemente este sea un buen día para declararme mayor (¿viejo?), es una realidad que no suele gustar a nadie y viene aliada con los sentimientos de impermanencia. Quizás me gustaría más declararme únicamente adulto, pero sobrepaso ese umbral y creo que mi estadio está un poco más allá que el de adulto-mayor. O a lo peor estoy en el de anciano “light”, el de la primera vetustez, aunque no sé si esa nomenclatura existe; lo probable es que no. Me entra risa al ver todas las vueltas que le doy a esto. De todos modos es preferible lo de mayor, ¿no?

      Ahora viene a mi memoria la muy citada frase de Pablo Picasso: «Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer alguna cosa procuro hacerla enseguida». Me sucede algo parecido desde hace tiempo y lo hago con ánimo batallador, aunque es cierto que todo va siempre más pausado. Tal vez (no lo sé, estoy en un mar de dudas) sea mejor, y sin más vacilaciones, definirme ─y asumir─ que soy un anciano y tirar hacia adelante, pero eso no me gusta... ¿Cuestión de preferencias?

      No obstante, y para no desanimar al personal más joven, diré que hay un factor esencial capaz de modificar la acción de los años, este factor es la CURIOSIDAD (la escribo así, en mayúsculas, y la señalo como parámetro fundamental). Fíjense, hace poco tiempo leí que la 'curiosidad' puede estar vinculada a un instinto que, incluso, puede formar parte de los mecanismos de subsistencia de los seres vivos. La curiosidad, en este sentido, es muy posible que esté codificada en el ADN de las especies. Y antes de saberse esto, ilustres “viejos” como Saramago, Edmund Burke, San Agustín, Oscar Wilde y muchos otros nos dejaron excelentes perlas sobre la “curiosidad”.

      El escritor José Martínez Ruiz, “Azorín”, lapidó el asunto con una frase definitiva: «La vejez es la pérdida de la curiosidad».

      ¿Será verdad eso de que la juventud no tiene edad?

      ¡Bienvenido sea un año más a mi costal!


domingo, 9 de enero de 2022

El maestro zen de Kimura

      Me es muy agradable conversar con mi amigo Kimura, un japonés de una mentalidad muy curiosa, él dice que su mentalidad es rara, una mentalidad híbrida, integrada por una formación estrictamente oriental en su niñez y en su adolescencia y después matizada (es su palabra) por los estudios y viajes al mundo del Occidente. No suelo hablar con él con la frecuencia que me gustaría pues la diferencia horaria es muy grande ─ocho horas─ y eso dificulta la comunicación.

      Hoy estuvimos en comunicación un rato y me dio un susto. Le hice una pregunta ─que ahora mismo no recuerdo cual era─ pero tengo muy presente su respuesta, Kimura dijo:

      ─Me estoy preparando para morir...

      Antes de que yo pudiese decir algo e intentar salir de mi estupor añadió:

      ─Aunque espero que esto suceda dentro de algunos años.

      Y, además, empezó a reír con indudable perversión por el espanto que me había provocado.

      Queriendo retornar al inicio le pregunté:

      ─¿Qué te pasa?, ¿estás bien?

      ─Sí, bastante bien. O muy bien. Lo que sucede es que estoy cambiando muchos aspectos de mi cosmovisión. Ya sabes, eso que nuestros amigos alemanes llaman Weltanschauung. Es más, estoy de retorno a mis orígenes, cambiando de paradigmas; una vuelta al pasado.

      ─No te entiendo muy bien, ¿qué quieres decir?

      ─Te lo iré contando con más tiempo, pero he invitado a vivir en mi finca del campo a un monje Zen que conocí hace algún tiempo. Aceptó y aquí lo tengo hospedado, él hace su vida normal de monje y no suelo verlo durante el día. Ya sabes que esta casa es muy grande e, incluso, con las personas de servicio suelo cruzarme pocas veces al día. Muchas tardes charlamos y es un auténtico placer hacerlo. Está enseñándome a meditar y su mundo es fascinante; por eso digo que está variando mi cosmovisión, la imagen general de la existencia y de la realidad del mundo, ¿entiendes?

      No supe por dónde salir y le comenté medio balbuceando:

      ─¿Sabes que me encanta la palabra “cosmovisión”? El diccionario de la RAE es bastante escueto con ella y dice que se trata de la concepción global del universo que tiene un individuo o una sociedad.

      ─¡Hablamos mañana! ─exclamó rápido y cortó.

      Aquí eran las diez de la mañana y allí eran las seis de la tarde. Imagino que tendría su charla con ese monje Zen.

sábado, 8 de enero de 2022

¿El odio de los dos minutos?

 

      Sería muy difícil transcribir una conversación entera, literal, de las conversaciones que he tenido en las tertulias de amigos esta Navidad, tendría que escribir ─reposadamente─ un libro y, aún así, me dejaría cosas en la faltriquera de la memoria. Intentaré, no obstante, repasar las cosas que mejor recuerdo.

      Hemos hablado de algunos libros, de esos libros que recordamos, de los de siempre. Nos hemos referido varias veces a la capacidad casi profética ─tristemente premonitora─ de George Orwell en su obra «1984».

      Hago una breve sinopsis de ella. Todo se desarrolla en una imaginaria ─me dan ganas de ponerle comillas a la palabra imaginaria─ sociedad coercitiva y policial. El Estado ha logrado un control absoluto sobre los individuos, no hay lugar para la libertad, ni siquiera hay una pizca de posibilidad para cualquier intimidad personal; en esa sociedad oscura el sexo está perseguido, las emociones son un crimen de lesa humanidad y la sumisión total al sistema es condición ineludible para estar vivo. La llamada 'Policía del Pensamiento' tiene fiscalizado e intervenido hasta lo más mínimo y es la encargada de torturar y ejecutar a los conspiradores, aunque tenga que sacrificar a inocentes; su fin les justifica todos los medios.

      Winston Smith y Julia, son miembros del Partido, pero a pesar de ser conscientes de la vigilancia del todopoderoso “Gran Hermano”, se tornan rebeldes contra ese poder que se ha adueñado de las conciencias de los ciudadanos. La novela relata las peripecias de la pareja y el trayecto de sus vidas en un incierto viaje hacia la libertad.

      Recordé a mis contertulios la pregunta que nos quedó pendiente de análisis en el relato anterior («La cosa va de “influencers”»). Terminé el escrito así: ¿Qué “producto” nos venden? ¿Cómo nos influye ese “producto”? La conclusión de muchas personas, incluida la mía, es que nos venden emociones. Si alguien ejerce dominio sobre lo que un individuo siente, desactivará sus aspectos racionales y lo anulará radicalmente. Desgraciadamente esto es algo muy real y cotidiano.

      En la novela de Orwell, se ve perfectamente. Uno de los métodos que se aplica, para moldear las mentes y manipularlas a capricho (vendiéndonos todo lo que quieran vendernos) son los denominados “Dos minutos de Odio”. Se trata de un procedimiento del gobierno del "Gran Hermano". Esta estrategia para el control mental de la población se realizaba en lugares de trabajo, en escuelas... Básicamente consistía en que a un aviso por altavoces, los individuos se debían de concentrar frente a una enorme pantalla que les ponía imágenes del supuesto gran enemigo de la patria, un tal Goldstein. Se proyectaban escenarios bélicos y secuencias preparadas para modelar la psicología de los habitantes, acompañadas de sonidos y ruidos insufribles: «Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.»

      Después de unos minutos el público comenzaba a maldecir y a injuriar con furia a Goldstein o a quien se le ordenase desde la pantalla y los altavoces. Este sistema simple representaba también un desahogo para la agresividad de los ciudadanos y una forma de crear un chivo expiatorio para culparlo por las dificultades económicas y por la ausencia de bienestar. Los "dos minutos de odio" eran una táctica infalible para mantener un férreo control sobre las personas y los miembros del partido.

      Un amigo extrapolaba ─y creo que con bastante razón─ diciendo que los “dos minutos de odio” de «1984» se parecen mucho a las cotidianas “guerras” que se producen en las RR.SS., especialmente en “Twitter”. A través de los smartphones y tablets, mucha gente arroja venenos contra los gobiernos, contra los enemigos de los gobiernos, contra escritores que no gozan de sus preferencias, contra artistas a los que odian, contra el portero de su equipo y contra el delantero que falló el gol, contra el árbitro... Posiblemente la diferencia con «1984» estriba en que en “Twitter” se puede hacer de forma anónima y el odio circula por la red por gusto y afición y no por inducción.

      Nos “venden” miedo, tristeza, ira, alegría, sorpresa y asco...

lunes, 3 de enero de 2022

La cosa va de "influencers"

 

      Me encantan esas tertulias de viejos amigos que nos encontramos durante las fiestas navideñas para felicitarnos. Solemos conversar alrededor de unas cervezas y unas copas de fino recordando y añorando otros tiempos. No sé el motivo pero uno de ellos trajo a colación una frase muy celebrada ─y no por ello menos cierta─ de Noam Chomsky: «El propósito de los medios masivos… no es tanto informar y reportar lo que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante».

      Otro añadió que, según medios oficiales, un español medio ve la televisión cuatro horas diarias, cuatro horas recibiendo impactos, consignas y eslóganes de todo tipo. Y a esas horas debemos sumar las dedicadas a los móviles, tablets y ordenadores cada día más repletos de variadas propagandas.

      Intervine diciendo que esas varias propagandas también juegan con la manipulación del lenguaje, cité cómo han introducido con fuerza el término “influencer” ─sin presencia en el diccionario─ en todos los medios, hasta niños pequeños conocen ya este palabro (que sí lo registra la RAE) y algunos hasta aspiran a serlo cuando sean más mayores. Un "influencer" no es más que alguien que cuenta con alguna credibilidad sobre un tema en particular y, que por su continuada presencia y presión en las redes sociales, puede llegar a ser un prescriptor de cierto interés para una marca o producto. Con nuestros verbos “influir” e “influenciar” podríamos haber encontrado un sustantivo español perfecto, pero ya sabemos que el esnobismo imperante prefiere los anglicismos que poco aportan.

      Continué comentando algo que es muy obvio pero que se olvida con frecuencia, los medios de comunicación, sean de la dimensión que sean, tienen todos ellos algo en común, y es que todos son empresas y como empresas buscan la venta de un producto. El dilema surge cuando nos preguntamos cuál es el producto que venden, ¿información veraz?, ¿o cómo manipular a la opinión pública según convenga a las estructuras de poder?

      Recordé que hacía unas semanas había repasado el extraordinario libro de Edward Bernays, titulado “Propaganda”. Bernays era austriaco, sobrino de Sigmund Freud, especialista en relaciones públicas y considerado el padre de esa profesión.

      Tiré de mi smartphone para buscar y leerle a mis amigos lo que decía Chomsky en su prólogo a la citada obra:

«La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país.

Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas son en gran medida personas de las que nunca hemos oído hablar.»

      Uno de mis amigos preguntó con cierta sorna riéndose:

      ─¿Noam Chomsky era “conspiracionista”?

      Otro respondió:

      ─En realidad se le ha calificado de casi todo lo habido y por haber, no me extraña nada que también, en algún momento, le hayan tachado de “conspiranoico”.

      Tomás preguntó:

      ─Jamás había oído hablar ni de ese libro ni de su autor, ¿de qué va?

      ─Lo puedes encontrar fácilmente en Internet, no es muy largo se lee fácilmente y considero que es una joya. Bernays lo publicó allá por los años veinte del siglo pasado y en el mismo se mostraba extraordinariamente sorprendido de todo lo que se podía influir sobre el comportamiento humano en aquella época, con las posibilidades de entonces, ¿qué no podrán hacer ahora? ─comenté.

      Uno de los contertulios utilizó de nuevo la ironía:

      ─¿Sería ese uno de los libros de cabecera del ínclito Joseph Goebbels, el ministro de Ilustración Pública y Propaganda de Adolf Hitler?

      Añadí que seguro que conocería ese libro, Edward Bernays y Goebbels eran casi de la misma edad.

      La conversación tuvo muchos derroteros, que iban desde el color del vino fino ─que ya no era como el de antes─ hasta la falta de lluvia y el nivel de los embalses. Al final nos quedó un mal sabor de boca, los medios, los “influencers”, el cine subvencionado, el montón de “sálvames”, tienen el monopolio de lo que tenemos que ser y de lo que tenemos que pensar, estamos cercados, estamos a su merced. Al final ─en palabras de uno de mis amigos─ toda la “información” (así, entre comillas) está controlada y sujetada por el dinero y por los intereses de quienes la proporcionan...

      La pregunta seguía golpeándonos: ¿Qué “producto” nos venden? ¿Cómo nos influye ese “producto”?