miércoles, 18 de agosto de 2021

La turba en la casa de Víctor Hugo

 

      En el patio se estaba muy bien, soplaba una brisa suave y fresca que venía directa del mar. Como el silencio era grande podía oírse el rumor del oleaje. Pensaba en ese viento de falso poniente que viene del norte bordeando la costa de Portugal y al llegar al Cabo de San Vicente dobla ─en en un asombroso ángulo recto─ y entra en Cádiz por el Oeste. Poco después se agolparon en mi mente varios pensamientos superpuestos; uno ─insistente─ era el de las matemáticas con visión de género, estuve un rato dándole vueltas a este estúpido asunto y lo abandoné. No era pensamiento adecuado para una noche tan hermosa. Miré hacia dentro de la casa y la televisión, sin sonido, daba imágenes de los interminables incendios veraniegos, las imágenes eran terroríficas y casi lograban trasmitir el calor del fuego. Los bomberos, embutidos es esos trajes coloridos, se esforzaban lo indecible para intentar contener la propagación de las llamas.

      El fuego me hizo retroceder en la historia y trajo a mi mente una curiosa anécdota que siempre la tengo ahí, no sé ni donde la leí ─si es que la leí─ ni quién me la contó, si es que me la contaron. Era 1848, en París, época de ebullición revolucionaria. Los múltiples incendios enrojecían el cielo parisino. Víctor Hugo, escritor y revolucionario, se encontraba en aquellas calles luchando contra la monarquía armas en mano.

      También había grupos de maleantes que se dedicaban a saquear las mansiones que encontraban a su paso. Una turba de estos logró penetrar en la casa del escritor. Iban arrasando habitación por habitación, cogiendo todo lo servible como botín y destruyendo el resto. Al llegar al despacho, únicamente encontraron papeles, unos amontonados y otros desperdigados. El jefe de aquella cuadrilla ─el único que sabía leer un poco─ tomó en sus manos un manuscrito e intentó leer algo del primer papel. Unos instantes después se dirige a sus compañeros y les comenta exclamando:

      ─¡Nada, no es nada! Se trata simplemente de una novela.

      Los facinerosos del grupo notaron cierta decepción en su voz.

      ─¿Y cómo se llama? ─preguntó uno de ellos.

      Con deje despectivo y esparciendo todos los papeles por el suelo, dijo:

      ─”Los Miserables”.

      Inmediatamente, añadió:

      ─¡Vámonos! Aquí no hay nada de valor.

      Casi sentí un poco de frío.

      En ese momento miré otra vez a la pantalla de la tele y vi a los talibanes entrando en Kabul.

martes, 17 de agosto de 2021

Digo yo que será el calor

      No sé si lo conocerán, se trata de Spencer, Herbert Spencer. Un filósofo, naturalista, psicólogo y muchas cosas más. Británico nacido muy a principios de la segunda década del siglo XIX, un tipo muy inteligente que decía cosas con mucha enjundia. Ahora casi nadie conoce ya al pobre Spencer; él fue el que acuñó la expresión «supervivencia del más apto» que aún se sigue utilizando, seguro que la habrán oído o leído alguna vez. No sé si en su país se le sigue estudiando, aquí no creo.

      Bueno, se me ha ido la pinza, ¿por qué pensaba en Spencer?

      Quizás ha sido porque hace muchos años se me fijó en el meollo un pensamiento suyo. Él preconizaba la idea de que las opiniones eran cosas que estaban determinadas por el sentimiento de la gente y no por el entendimiento.

      Y me gustaría subrayarlo, porque en esta época ─que es bastante larga ya─ la opinión y no el entendimiento se ha impuesto sobre casi todo.

      Ayer escuchaba en la televisión ─con los días de calor soportados no podía hacer nada más─ mil opiniones, pareceres, apreciaciones y consideraciones al galope sobre otros mil temas: Covid19, Kabul y los talibanes, Sánchez en La Mareta, la factura eléctrica, las vacunaciones... Y no conseguí oír casi nada de mucho caletre.

      Debió ser por el calor. Sin duda. (O a lo mejor es que hay mucha gente que no padece "alodoxafobia"; miedo a opinar).

      Claro, tampoco estuve más de siete minutos atento a la pantalla.

miércoles, 11 de agosto de 2021

La regla de tres

      Ayer di un respingo cuando escuché la voz de mi nieto Carlos al teléfono, no lo esperaba, pues había hablado con él hacía menos de una hora.

      ─¿Qué te pasa? ─le dije.

      ─Abuelo, estaba viendo la tele y han dicho que van a quitar la regla de tres. Anoche lo escuché también. Y los números romanos también, pero yo ya me los sé. Le he preguntado a mamá, pero está ocupada y que mejor te llame a ti.

      Vi que se había perdido un poco y traté de ayudarle:

      ─¿Qué me querías preguntar?

      ─Pues eso... la regla del tres ─respondió con lentitud.

      ─La regla de tres, no “del tres” ─le corregí.

      ─Eso, la de tres, ¿la sabes?

      Sonreí y le comenté:

      Sí, claro, pero nunca me ha gustado eso de la “regla de tres”. Se trata de un truco, de una expresión estilo coloquial para definir la existencia de una proporción. ¿Lo entiendes?

      ─No, no lo entiendo abuelo. Nada.

      ─Mira. Por ejemplo, una proporción se puede plantear así; escucha bien: “Tres manzanas cuestan 5 €. ¿Vale? Y desde aquí podemos preguntarnos: “¿Cuánto nos cuestan veinte manzanas?”

      Saltó diciendo:

      ─Abuelo, espérate que lo apunte en un papel. Eso lo sé hacer yo.

      ─Un momento, aguarda un instante. Conéctate conmigo con el “Google Meet” y así te lo explico mejor, lo verás bien. Lo abro yo y te envío el enlace.

      En un par de minutos pude ver su cara en el móvil y le dije:

      ─Aquí tienes ─Enfoqué el teléfono al 'posit' que le acababa de hacer.

      Me contestó en segundos:

      ─Lo entiendo perfectamente. Eso es una “regla de tres”. Ahora hay que calcular la “x”, ¿no?

      Puso cara de suficiencia, doblando el labio de un modo característico en él y añadió:

      ─Es fácil.

      Satisfecho, le ratifiqué:

      ─Sí es fácil; el valor de “x” lo encontraremos multiplicando 5 por 20 y el resultado lo dividimos por 3. Mira.

      Le mostré la siguiente ilustración:


      ─¡Qué bueno! ¡Qué sencillo! ─exclamó alegremente.

      Pasados unos instantes volvió a la carga:

      ─Abuelo, ¿por qué dijiste antes que no te gustaba esto de la “regla de tres”?

      ─No lo entenderás si te lo digo ─respondí.

      ─Sí, dímelo ─dijo rotundo.

      Ante su insistencia traté de explicarme.

      ─Mira, la regla de tres no es más que un truco como antes te dije, que esconde el verdadero sentido del problema. Y el verdadero sentido del problema es el establecimiento de una proporción que es la siguiente:


      ─¿Comprendes ahora?

      ─No, no lo comprendo, pero después te mando el resultado de la “x” por un WhatsApp, ¡adiós!

      Y ya cortó...

lunes, 9 de agosto de 2021

Robots sociales


      La palabra “robot” ha sido una de los éxitos más grandes de la creación lingüística, nació a principios de la segunda década del siglo XX de la mano del escritor checo Karel Čapek (aunque parece ser el verdadero creador de la palabra fue un hermano suyo). Unos pocos años después Isaac Asimov la popularizó extraordinariamente.

      Pero deseo referirme a la palabra robot con el añadido de “social”. Cada día veo más acertada la idea ─o el concepto─ de la expresión «robot social». Al robot social lo podemos definir como el humanoide esclavizado que pretende fabricar eso que se ha dado en llamar «El Sistema», la producción de este engendro se está acelerando cada vez más y más con los innumerables recursos al alcance del Sistema.

      Los citados humanoides sólo serán capaces de hacer unas cuantas cosas, pocas, y ni siquiera sabrán muy bien lo qué hacen al estar desprovistos de sentido crítico (el enemigo mortal del Sistema). Estos seres se movilizarán para ejecutar acciones específicas, fundamentalmente, ataques furibundos a todos aquellos que tengan la osadía de pensar diferente a lo que ellos tienen programado, por eso es muy certera la denominación de “robots”, que serán manejados a través de eslóganes y lemas, de modas impuestas y a sentimientos manipulados; la razón y la lógica más elemental serán asuntos totalmente marginados.

      Los robots sociales son los nuevos guerreros de este demencial orden mundial, soldados desbordantes de fanatismo y repletos de agresividad ─si no me creen pueden dar un paseo atento por la red “Twitter”─ movidos y alimentados por el odio, dirigidos por muchos medios de comunicación. El nivel de alienación que alcanzan los robot sociales hacen inviable, inservible y cada vez más inútil el dialogo racional.

      ¿Somos ya todos, en cierta medida, «robots sociales»?