miércoles, 29 de abril de 2020

A tenor de los cambios que vienen


     Kimura me decía, sorprendido, esta mañana mientras estábamos desayunando en la cocina:
     ─¡Jamás he visto tanto interés ni tantas personas afanadas en la tarea de cambiar el mundo! Parece como un nuevo mantra que la gente ha adoptado y hay que cambiar el mundo sea como sea.
     Comencé a reír al ver la pasión que ponía mi amigo en lo que decía, era cosa rara, pues como buen oriental suele ser de manifestaciones calmosas. Para intentar provocarlo un poco más le comenté:
     ─Además, la gente quiere cambiar el mundo como el que cambia de sábana o como el que le da al botón del mando de la tele. No veo que nadie se plantee que para cambiar el mundo tenemos que cambiar nosotros.
     Kimura siguió en tono vehemente:
     ─¡Eso! ¡Queremos cambiarlo todo sin cambiar nosotros mismos! ¡Lo demás debe cambiar, los otros deben cambiar! ¡Es terrible! Y no habrá cambio posible ni aceptable si los humanos, uno a uno, no cambiamos. ¡Somos nosotros, todos, los que primero debemos cambiar!
     Intenté azuzarlo para que siguiera en plan pasional y añadí en tono pausado:
     ─Desde luego, tienes toda la razón. El que manda quiere cambiar a los que obedecen, los que obedecen quieren cambiar a los que gobiernan. Las feministas dicen que los hombres tienen que cambiar y los hombres dicen que las mujeres... Y ahí comienza un juego diabólico de presiones y de intimidaciones. ¿No es así?
     ─¡Cierto, así es! ─su respuesta ya fue más serena─. Hay una cuestión en la que apenas se piensa y es muy importante en todo este asunto del cambio y de los cambios.
     ─¿En cuál? ─pregunté ávido.
     ─Pues en que no comprendemos, ni se quiere comprender, que nadie tiene derecho a obligar a cambiar a los demás. Y lo repito, nadie puede obligar a los otros a cambiar ─pronunció con énfasis.
     ─En este aspecto opino exactamente igual que tú. Todo aquel que trate, con más o menos violencia, cambiar a los seres humanos es un repugnante dictador. Me rebelo totalmente contra eso. Pienso que el entendimiento, la razón, la convicción... deben ser los instrumentos para impulsar las transformaciones humanas.
     Hizo una de sus pausas largas y al cabo de un rato terminó diciendo:
     ─Hay que entender y asumir muy bien que es el hombre el único ser que tiene la capacidad exclusiva de cambiarse a sí mismo. Y únicamente así cambiará el modo, la manera y el comportamiento del común vivir. Creo que es evidente que las estructuras sociales no se pueden variar ellas solas, la variación y los cambios lo hacen los hombres. Y también son los humanos los que las mantienen y padecen por eso si no cambian los hombres nada se alterará.
     Quedé callado pensando y dije para mí: ¿Queremos cambiar el mundo?... Sí, pero tendremos que empezar ─inevitablemente─ por nosotros mismos. Y ahora; sin más dilaciones.


martes, 28 de abril de 2020

Aquella gaviota

     Estamos en tiempos muy complicados, es como si una terrible tempestad nos estuviese golpeando con saña y que ─en estos mismos instantes─ está destruyendo nuestros nidos y refugios. Parece que únicamente tenemos dos opciones; o levantar el vuelo y volar más alto que la tormenta o sucumbir ante ella.
      Esto ha bajado de mi memoria el cuento sobre la gaviota que miraba raro, de mi libro «Cuentos, relatos y extravagancias».


LA GAVIOTA QUE MIRABA CON EL OJO IZQUIERDO
     
     Érase una vez... Había un niño que miraba una gaviota que estaba a unos veinte o treinta pasos de él; la gaviota observaba al niño de perfil, con solo su ojo izquierdo. Muy despacito y en silencio fue acercándose a ella contemplándola con fijeza y dando un pequeño rodeo para no espantarla. La gaviota era grande, casi la mitad del niño.
     Mientras daba el rodeo el enorme pájaro se movía, pasito a pasito, y seguía vigilándolo con aquel ojo izquierdo. Redondo, de iris blanco. El niño pensó en el gigante Polifemo, aquel ser de un único ojo del que, a veces, le hablaba el abuelo.


     Se sentó en un pretil que había junto a una palmera vieja y torcida. Notó que la gaviota se acercaba con lentitud, caminando de lado, atisbando con aquel ojo; se mantuvo muy quieto para darle confianza.
     Seguía su aproximación, ya estaba a unos palmos: cuatro... tres... dos... Siempre de lado.
     Era blanca con alguna manchas de gris azul; limpia. No hacía ningún ruido. Quedó quieta y, quizás, un poco incómoda, volteaba el ojo por el que miraba.
     Se vigilaban. El niño le hizo ─muy quedo─ una pregunta: «¿Qué te pasa?», nada respondió, incluso paró el ojo.
     Intentó desplazar la mano para acariciarla en suave gesto. La gaviota echó sus patitas hacia la derecha, una y otra, una y otra, conservando la misma postura de perfil. «¿Te ocurre algo?, volvió a preguntarle el niño. Unos segundos después aleteó levemente y emprendió el vuelo tambaleándose.
     La miró como se iba y, después, dirigió su mirada hacia el reborde en donde se había posado... había un reguero de lágrimas y sangre.
     Volvió a levantar sus ojos, buscándola sobre el cielo azul sin nubes...
     Colorín, colorado...

domingo, 26 de abril de 2020

¿Cómo discurre el tiempo en los sueños?


     Tuve un sueño. Soñé que estaba cansado, muy cansado, hastiado de todo lo de mi alrededor. Sentía una intensa desgracia, pero sabía que estaba dormido y soñaba. Veía unas figuras inmensas, eran como tablones gruesos de madera de formas geométricas diferentes: triángulos de mil tipos, cuadrados, círculos, rombos...
     Las figuras se amontonaban de forma irregular unas contra otras y proyectaban sombras, unas picudas y otras curvas, que se movían suaves y lentas. No se oía ningún ruido, ningún triste sonido.
     La escasa luz tampoco sé de dónde venía, pero estaba siempre a mi espalda y, siempre, seguía viendo mi sombra. Lo lejano era negro y espeso. Aquellos tableros enormes eran amenazantes y, aunque era absurdo, pensé que sonreían sarcásticamente, ¿cómo iban a sonreír unos pedazos grandes de madera?
     Percibía en mí una tristeza suave y una amargura desesperada, ¿es eso posible? Podía moverme, pero con gran dificultad, ¿quizás era yo como un elefante?
     Los tableros y las sombras iban y venían y seguían sonriendo. Decidí tenderme de espaldas al suelo y extender mis brazos en cruz. Creo que tardé más de una hora en alcanzar esa posición, o mucho más.
     Miré hacía arriba con atención, al horizonte negro. Intenté acordarme ─tan sólo un instante─ de alguno de mis días bonitos, riendo, bailando, jugando... no lo sé...
     Algo en mi interior decía que no podía olvidar los días que fueron maravillosos. Traté de buscar en mis recuerdos, cuando todo iba bien, sin nubes ni truenos, cuando tenía entusiasmo e ilusión, cuando estaba lejos de mentiras y engaños. Cuando la vida me amparaba.
     Probablemente me dormí dentro del sueño. ¿Es posible tener un sueño dentro de otro sueño?
     ¿Cómo discurre el tiempo en los sueños?
     Desde detrás de los duros maderos pude escuchar un susurro y ver una leve claridad, creo que decía que recordase ─con toda la intensidad posible─ mis días más espléndidos.
     Trata de apoderarte de ti mismo, me dije. Inspira fuerte, hasta llenarte; llena tu corazón y tu espíritu, repetí varias veces. No olvides aquellos días hermosos, tenlos muy presentes.
     Ahora voy a sonreír, todo irá bien... todo irá bien... todo irá bien...
     Desperté.




sábado, 25 de abril de 2020

El libro de la estantería

     Este es un pequeño relato extraído de mi libro “Cuentos, relatos y extravagancias” (2013) y, precisamente, trata sobre el libro y los libros. Lo iré publicando completo aquí de manera salteada.
     El anterior cuento del citado libro fue “El pez dorado”.

EL LIBRO DE LA ESTANTERÍA
     Un libro, yo era un libro y estaba en una estantería en la que daba el sol las tardes de verano; a mi lado, a la izquierda, había un desvencijado reloj que hacía mucho tiempo que dejó de dar la hora. A la derecha tenía un feo cenicero pegado a la pared y casi oculto, un poco más allá había un bote de cerámica con una inscripción ilegible que dentro tenía unos dados y unas viejas fichas de parchís. Después estaba un jarrón alto, de cristal muy transparente, siempre sin flores y que parecía sonreír con sus reflejos.
     Nunca me habían leído y ni siquiera yo mismo sabía qué expresan las palabras que tenía dentro ─quizás las olvidé─, pero me sentía muy mal sabiendo que jamás nadie me había leído.

     Una señorita aparecía de tarde en tarde, de cuando en cuando, armada de una pequeña escalera metálica de tres peldaños y un plumero; me cogía en sus manos, y siempre tenía la falsa ilusión de que me iba a leer y no era así pero me daba una paliza con el escobón y me quitaba algo de la capa de polvo que tenía siempre adherida a mis tapas. Me volvía a dejar allí, en la estantería, en una posición diferente.
     Mis mañanas eran muy aburridas, oía sonidos de coches que pasaban y otros ruidos de la calle y también algunos que venían de otras habitaciones de la casa. La tarde era más movida, había una gran caja negra ─que enchufaban─ que estaba bastante cerca de mí, un poco más abajo. De allí salían voces que hablaban y hablaban de muchas cosas, me enteraba de la lluvia, la nieve y el sol varias veces cada día. Otras veces hombres y mujeres peleaban, reían, gritaban dentro de aquella caja y no se les entendía lo que decían, era como cosa de locos, todo era muy distinto a la calma que exigía un libro. Con frecuencia nadie miraba y la caja lanzaba enormes y aburridas peroratas que se perdían por el aire.
     Una tarde una niña miraba la caja, de ella salían sonidos ─música y voces de pequeños─, ese día la chica de la escalera y el plumero me había colocado de manera muy inestable, hice un poco de esfuerzo y caí haciendo ruido, la pequeña se asustó pero enseguida se le pasó y me miró con curiosidad... Me tomó en sus manos... y me abrazó.



jueves, 23 de abril de 2020

El libro (1973)


     Hoy, jueves 23 de abril, San Jorge, traigo aquí un artículo que escribí en 1973 y que publicó el “Diario de Cádiz” por estos días para la celebración del Día del Libro.
     Parece mentira, pero ya han transcurrido cerca de cincuenta años, ¡una barbaridad! Desde aquellos entonces hasta ahora he escrito varios artículos de alabanzas al libro, pero a este ─probablemente el primero─ le tengo un especial cariño y lo deseo compartir con vosotros, mi buenos amigos y pacientes lectores.
     Gracias.

martes, 21 de abril de 2020

Los tonos de Emma


     Siempre he oído que las cosas que se dicen tienen un propio peso, pero que la máxima intensidad expresiva se alcanza con el «cómo» dices algo. El cómo decimos algo complementa y redondea siempre aquello que queremos expresar.
     Todos sabemos que convertir los pensamientos en palabras no es algo sencillo, que lanzar palabras a un interlocutor y que él entienda perfectamente no es una meta que se alcanza siempre. Ya lo decía ─con un poco de sorna, imagino─ el escritor Saint-Exupéry: «El lenguaje es una fuente de mal entendimiento».
     Lo anterior viene a colación porque tengo una nieta, de siete años recién cumplidos, de la que suelo escribir poco, por el simple hecho de que es muy complejo escribir sobre ella. Habla con claridad asombrosa y con un envidiable vocabulario ─impropio de su corta edad─ y su expresividad la completa con ademanes, gestos y posturas que facilitan el que se le entienda a la perfección.  Me resulta curioso que algo que los adultos conocemos por la experiencia ella lo sepa de modo innato; como que nuestra boca puede expeler unas palabras con un significado y, sin embargo, la mirada, la actitud y el tono pueden ser contrarios al contenido de las palabras. Ya sabéis, eso que conocemos como el arte de la comunicación.
     Pero cada día me asombra más, ¿cómo sabe ella que al pronunciar una  simple palabra podemos desatar emociones, sentimientos y percepciones? ¿Cómo es tan consciente de que en la comunicación siempre tenemos en cuenta las reacciones que provocamos en aquel que nos escucha?
     ¡Y el tono! ¡Lo del tono me fascina! Puede decir la palabra «abuelo» con mil tonos y mil significados perfectamente inteligibles e identificables. Ella conoce el secreto, sabe que no hablamos sólo para una transmisión de una información, sino que siempre tratamos de influir de alguna manera en nuestros interlocutores, ¡lo sabe y lo utiliza!
     Esa pequeña tiene muy asumido ─y claro─ que los vínculos fuertes están repletos de entidades que sirven a la comunicación y que tanto las palabras como las pausas silenciosas, los visajes y los ojos contienen un cargamento enorme de significados.
     Estoy seguro que si leyese estas palabras diría con alguno de sus irreproducibles tonos: ¡Abuelooooo!



Me dicen sus padres que lo ha leído con
mucha atención, aunque no lo habrá entendido,
claro, pero me ha enviado una ristra de 
corazones en un "WhatsApp"

lunes, 20 de abril de 2020

Un escaso bagaje


     Hoy cumplo el día treinta y nueve de reclusión pandémica, no sé bien si me van abandonando las fuerzas, o si simplemente estoy harto y me ha cogido un día pesimista, pero no tengo ganas de hablar. Estoy, quizás, perdiendo la paz que he tenido hasta ahora. Creo que el motivo más habitual por el que perdemos la paz es por el temor suscitado por determinadas situaciones extrañas que nos atañen personalmente y hacen que nos sintamos amenazados; se trata de una aprensión frente a los problemas y dificultades tanto presentes como futuros.
     O también por el miedo a errar, a fallar en algo importante. Y es cierto que esto envuelve a todos los aspectos de nuestra vida, ya se trate de la salud, vida profesional o familiar... Y mil cosas más, sean carácter material, moral e, incluso, espiritual.
     Probablemente, para permanecer en paz ─o con cierta serenidad─ frente a este tipo de situaciones se podrá hacer algo, aunque no lo sé muy bien. Sí pienso que no es suficiente poseer muchos medios, ni muchos conocimientos; ni tampoco un gran almacén de previsiones, reservas y seguridades. Y, desde luego, tampoco bastan los análisis, los cálculos y las preocupaciones. Es un hecho comprobado que no podemos obtener todo aquello que deseamos y que todo lo que tenemos corre el albur de desaparecer en cualquier momento, por cualquier “coronavirus”, de un tipo u otro, que nos acometa.  
     En la conversación ─o tele-charla que tuvimos Kimura y yo con el padre Horst Seehofer hace un par de días, él nos decía que la manera más segura de perder la tranquilidad es precisamente intentar asegurar la propia vida con la ayuda exclusiva de recursos, de proyectos y de decisiones personales. O con algún ─limitado siempre─ apoyo externo.
     Comentó también sobre la necesidad que tenemos ─y mucho más estos días─ de reflexionar sobre nuestra incapacidad, sobre lo pobres y escasas que son nuestras nuestras fuerzas, sobre la imposibilidad de preverlo todo. Y eso sin contar las múltiples decepciones que nos pueden llegar de personas con las que, “a priori”, contábamos y que nos dan la espalda en el momento más inesperado.
     Y, en un momento dado, el padre Horst añadió:
     ─¿Veis que ir con ese equipaje es estar metidos en un enorme cajón de inquietudes y tormentos?
     Kimura y yo nos quedamos muy callados. Horst también calló, creo que movió sus labios para una decir una pequeña oración y después movió sus manos en una señal de darnos su bendición.



sábado, 18 de abril de 2020

La tele-charla con el padre Horst


     Hoy estuvimos enredando con los portátiles para organizar una conversación con nuestro gran amigo el padre Horst Seehofer, que vive en el norte del Japón, es un fraile benedictino alemán, amigo nuestro desde hace muchos años y hace bastante tiempo que no le vemos ni hablamos con él. Por la diferencia horaria con Japón hicimos la conexión cuando aquí eran las tres de la tarde y allí las ocho de la mañana, es lo que nos pareció más prudente.
     Horst vive en Senday que es conocida como la “Ciudad de los Árboles” y allí ejerce sus labores pastorales. Senday está unos trescientos kilómetros al norte de Tokio, en la región de Tohoku, de poco más de un millón de habitantes. Es una ciudad netamente industrial, a su alrededor hay muchas empresas, particularmente electrónicas, de electrodomésticos y de procesado de alimentos.
     Estuvimos hablando poco más de una hora y media, primero abordamos los asuntos familiares y de salud, después el “coronavirus” y de su grave incidencia en España. Nos comentó que en Japón no revestía demasiada gravedad, que había unos 8.000 casos activos y que los fallecidos no llegaban a doscientos en total. Los números de muertos de España le parecieron una atrocidad. Dijo que era algo así como si el río del virus se hubiese desbordado aquí.
     Algunas de sus palabras fueron:
     ─Desde luego, esta pandemia nos enseña, o nos debería enseñar, algo muy importante y es que no podemos desterrar la «cruz» de nuestras vidas, si queremos eliminar esa «cruz» de nuestras vidas únicamente conseguiremos, irremediablemente, ser aplastados por ella.
     Después hablamos también del poco aguante de nuestra civilización y del gran sacrificio que nos parecía el estar confinados, decía el padre Horst que inmediatamente que sentimos una leve molestia ─de cualquier tipo─ recurrimos a un analgésico. Si no nos dormimos al primer cuarto de hora nos tomamos algún somnífero y si sentimos alguna angustia siempre tenemos a mano un Lexatin o un Valium.
     ─Es cierto ─aseveró Kimura─. Nos mimamos demasiado y convertimos cualquier majadería en un doloroso problema. No recuerdo a mi padre haberse quejado de nada, ni recuerdo haberle visto tomar nada innecesariamente. Claro, que él tenía el espíritu de un samurái y había estado en la guerra mundial; era pétreo. Nosotros no tenemos nada que ver con el estilo y la fortaleza de aquella gente.
     Intervine para comentar:
     ─Estamos poco acostumbrados. Y me parece que las generaciones que vienen detrás aún están peor acostumbrados que nosotros. Hoy sucede que con una pequeña inconveniencia que nos afecte ya nos sentimos amedrentados y atribulados. Lo que es completamente cierto es que los problemas requieren soluciones y es necesario enfrentarnos a ellos con ánimo resuelto e inteligencia. Soslayar los problemas no trae ventajas, al revés, los problemas entonces arrecian.
     ─Lo real y verdadero ─dijo Kimura─ es que hay una multitud de dificultades relacionadas con todos los aspectos de la vida y debemos abordarlas. Y además, abordarlas, con decisión y arrojo.
     A lo que añadió Horst:
     ─Y si pretendes escapar de ellas, te siguen de modo implacable y te provocan un horrible incordio.
     Nos despedimos y hemos quedado en hablar, al menos, una vez todas las semanas.



martes, 14 de abril de 2020

Me llamó una amiga


     Me llamó una amiga para hablar.
     Era muy temprano pero me dijo que estaba segura de que yo estaría despierto. Le respondí que sí, que estaba ya levantado y espabilado. Fue una mentira piadosa y comprensiva; sólo hacía unos minutos que había abierto los ojos y aún tenía los entumecimientos típicos del despertar.
     Le pregunté cómo se encontraba y me lanzó un ristra de lamentaciones que no había por donde cogerlas. Detrás del teléfono sonreí. En realidad era su naturaleza, su carácter, la queja y el lamento la han acompañado casi siempre. Ahora el núcleo de sus casi gemidos era la vida en clausura ─la que todos llevamos─ creada por el “coronavirus”.
     Sabía que tenía que dejarla hablar durante un rato y que durante ese tiempo mi silencio debía ser total; únicamente algún murmullo leve o un escueto ‘sí’ para que supiese que yo continuaba al teléfono.
     Pasaron, creo, diez o quince minutos antes de que pudiese hablarle. Le dije:
     ─La situación de todos es parecida, pero voy a admitir que la tuya es más grave que la de la mayoría de la gente, ¿no te das cuenta de que no te puedes quedar a merced de toda esa serie de lamentaciones? ─e insistí─. ¿No ves que esa quejumbre te hunde cada vez más?
     Quizás mis palabras no fueron un modelo de diplomacia, pero así salieron. Aunque el tono fue suave.
     ─Pero, no puedo, no puedo... ¿qué hago? ─preguntó con un pequeño lloro.
     Intenté ser más delicado:
     ─Tienes que convencerte que estar todo el día viendo lo oscuro te lleva sólo a la oscuridad, lo negro te lleva a lo negro, al abismo... Pensar en términos de terror te conduce directamente a nuevas calamidades, eso solo sirve para atraer más desastre al que ya hay.
     ─Sí, sí, pero... ¿qué hago? ─repitió de nuevo.
     Me atreví a decirle:
     ─Lo primero que debes hacer es convencerte de que no puedes cambiar los acontecimientos y que debes vivir hoy, ocúpate del tu día de hoy, intenta no pensar en mañana.
     Como hablando sola exclamó:
     ─¡Si consiguiera no preocuparme tanto del mañana!
     ─¿Quieres saber cómo puedes lograrlo? ─le pregunté.
     ─¿Cómo?
     ─Tú tienes un montón de recuerdos hermosos, recréate en ellos, rescátalos de tu memoria. Mira la hermosura del sol o el azul del cielo, busca una flor bonita en tu jardín, mira la sonrisa de un niño... Contempla todo lo bueno que hay a tu alrededor...
     Sin verla podía adivinar que tenía un pañuelo en su mano.
     ─¿Piensas que quizás busco la felicidad demasiado lejos de mí?
     ─La felicidad es un asunto raro, es como una gorra que llevamos puesta, no la vemos y, sin embargo, ahí está, ahí la tenemos, en la cabeza, ¡muy cerca!
     La note más tranquila al decirme:
     ─Mañana te llamo, ¿vale?
     ─Vale ─contesté.



lunes, 13 de abril de 2020

En arresto domiciliario


     Cuando tomábamos ese café de las once, Kimura dijo algo que me dejó muy pensativo. Me comentó:
     ─Estoy muy impresionado al ver que en España haya tantas señales y signos de vida entre tanta muerte y horror. Ver a las personas, que con gran corazón ayudan, tanta gente colaborando, ver tanta vida entre ataúdes es algo aterrador y, también, grandioso. Desde luego, creo, que por eso me gusta tanto España. Tenéis algo grabado a fuego en vuestras mentes, la historia lo refleja a menudo, vuestra esperanza siempre es mucho más poderosa que vuestro miedo...
     Me quedé muy en silencio ante esas palabras, en unos instantes no supe cómo reaccionar ni qué responder. En realidad no había nada que contestar a lo que había dicho mi amigo, únicamente reflexionar. Sus palabras me sonaron paradójicas pero algo de verdad ─y de eternidad─ había en ellas.
     Terminé lentamente los últimos sorbos del café y le pregunté:
     ─¿Es posible que la muerte sea más débil que la vida? Por lo que dices, cabe pensar que la vida tiene mucha menor dimensión en el tiempo, pero es más densa, tiene más peso. La vida lo rompe todo... no sé cómo decirlo.
     A Kimura aún le quedaba café en su taza (bueno, él no tomaba café, él siempre bebe, a esa hora, té verde) y se volvió a mirar a lo lejos, por la ventana, en un gesto muy suyo, es como si fuera a salir volando. Un poco más atrás, a su lado, yo también miraba a la distancia. Con una voz, que me sonó solemne, añadió:
     ─Sabes que siempre he estudiado con placer y curiosidad vuestra historia, nunca la he comprendido del todo, pero ahora parece que vislumbro algo de vosotros y de esa historia también, en estas dramáticas circunstancias.
     Tardé unos largos segundos en preguntarle escuetamente:
     ─¿Qué has visto?
     ─Creo que vosotros, cuando estáis en las situaciones más terribles de la vida siempre os planteáis el mismo interrogante incluso, sin saber que lo hacéis.
     Ahora me salió rápido la pregunta:
     ─¿Qué interrogante?
     También él contestó de inmediato:
     ─Lo vuestro es decir siempre: «Sé que tengo muy pocos días. ¿Por qué he de tener tanto miedo a perderlos?»
     De nuevo miré por la ventana. Y vi a aquellas gentes con las mascarillas puestas y el paso firme, seguro,... valiente.


jueves, 9 de abril de 2020

Un tiempo para los recuerdos de entonces


     También este es tiempo de recuerdos, es momento propicio para darle atrás al reloj de nuestra mente y hacerlo girar en sentido inverso. Recostado, cómodo, en el sillón; frente a la ventana mirando a las nubes y a esa gaviota que se posa siempre en la chimenea de la casa roja de enfrente. Sonó débil el teléfono ─siempre suena débil, defecto de fábrica─ y tuve una llamada de esas que no se esperan jamás, venía envuelta en recuerdos de la adolescencia.
     Un antiguo compañero de estudios de los dos últimos cursos del bachillerato de entonces, que ambos cursamos en Gandía (Valencia), me llamaba. Había encontrado, no sé dónde ─bueno, sí, en Internet, claro─ mi número de teléfono y tuvo la feliz idea de tratar de comunicarse conmigo.
     Calculé mentalmente los años que habían pasado y casi me asusté: ¡Cincuenta y siete!, ¡más de medio siglo!
     Tuvimos una intensa y agradabilísima charla después de esos años, y refrescamos la memoria rememorando que a finales de la década de los 60 nos vimos un rato en Sevilla, cuando ambos estudiábamos, allí, los primeros años de carrera. Mi amigo estudiaba por aquel tiempo Arquitectura aunque pronto lo dejó para pasarse a cursar Derecho en alguna universidad del norte de España.
     Trajimos al presente a profesores y compañeros de aquella feliz época, A don José Meri Puig, nuestro increíble profesor de Física y Química que era capaz de proporcionarnos una esplendida enseñanza estando ya con una ceguera muy acusada, a don Antonio Martí Lloret, profesor de Inglés que ─con su enorme simpatía y sonrisa perenne─ nos tenía siempre prendidos. Admirábamos la solemnidad de don Benito Orihuel Gasque, nuestro gran profesor de Matemáticas. Vimos también que nunca hemos olvidado las magistrales clases de Literatura de don Juan Manuel Bonastre Oltrá, y aquellas extraordinarias exposiciones sobre “Geopolítica” de don José Camarena Mahiques. También trajimos a nuestra memoria al magnífico profesor de Dibujo, don José Rausell Sanchís, uno de los más grandes escultores valencianos de la segunda mitad del siglo XX y que, afortunadamente, aún vive. No quiero perder de vista que también hablamos del profesor don Juan Moragues, hombre discreto, de gran bonhomía, siempre dispuesto a echar una mano de ayuda.
     Había muchos otros de los que ya no nos dio tiempo a hablar pero que, seguro, lo haremos en otra ocasión.
     ¡Son muchos años!, ¡el mundo ha dado ya muchas vueltas desde entonces! Pero también estuvimos perfilando la lista de compañeros y, a falta de algún nombre ─o de algún apellido─ casi llegamos a rehacerla.
     Al caer la tarde de ese feliz día, comencé una exhaustiva búsqueda en Internet de compañeros de aquella época y únicamente pude ponerme en comunicación con uno, que además era un buen amigo y una persona de grandes valores.
     Seguiré con la búsqueda hoy y continuaré hablando de estos recuerdos otro día.


     Esta foto anterior, encontrada en Internet, es de algunos profesores de los antes citados. De izquierda a derecha, don Juan Moragues, don Antonio Martí, don José Camarena, don José Merí y don Juan Manuel Bonastre. Creo que la foto está tomada en la playa de Gandía en el año 1954. Nosotros los conocimos varios años después, en septiembre de 1963.

Instituto Laboral "Ausías March" (Gandía, Valencia)

martes, 7 de abril de 2020

Voluntariados on-line


     Afortunadamente cada día podemos realizar más actividades desde nuestra casa. En la actualidad es perfectamente posible hacer un "voluntariado" eficaz on-line. Eso no quiere decir que se renuncie a ayudar a otras personas de modo presencial, sino que las posibilidades para cooperar se han incrementado una enormidad. Aunque también es cierto que cada persona se toma y asume las responsabilidades que puede y quiere. Lo que sí es una suerte es que, los "voluntariados" tienen ahora un espectro muy amplio de opciones y posibilidades: desde ayudas en el ámbito sanitario hasta en cuestiones relacionadas con la tecnología.
     Para aquellos que estén concienciados y deseen hacer algo por los demás hay muchas posibilidades de elegir para ejercer como "voluntario" a distancia. No obstante hay que recordar e insistir en que el compromiso debe ser firme y que es imprescindible asumir la tarea con la máxima responsabilidad. Cierto es que los "voluntariados" son trabajos altruistas, pero debemos tener en cuenta que necesitan una determinada estabilidad para caminar ir hacia adelante con posibilidades de éxito.
     Bueno, en resumen ─para no cansaros─ a lo mejor te puedes sentir cómodo, a gusto y feliz cooperando para ayudar a los demás on-line. La verdad es que, tal como está la cosa hoy día, faltan muchas manos.




lunes, 6 de abril de 2020

Kimura es extraterrestre


     Me desperté temprano porque había oído ruidos en la cocina, enseguida pensé que Kimura se había levantado y estaba haciéndose el desayuno. Estuve dándole vueltas a si me lavantaba o me quedaba acostado, pero al final la curiosidad pudo más y dejé la cama para ir a ver qué estaba haciendo Kimura.
     Lo encontré comiendo una cosa desconocida que desprendía buenos aromas, aunque no era hora propicia para esos olores. Observé que el horno estaba caliente.
     ─¿Qué se te ocurrido para desayunar? ─le pregunté ávido.
     Esperó unos segundos para terminar el suculento bocado y dijo:
     ─Desperté muy temprano y se me ocurrió una idea para hacer hoy la comida pero quería experimentarla antes y eso he hecho.
     ─¿Y cual ha sido tu idea? ─inquirí.
     ─Ha salido muy bueno, de verdad ─respondió casi a modo de excusa.
     ─Pero, ¿qué has cocinado? Ya veo que has utilizado el horno.
     ─Sí, he usado un pequeño recipiente para horno, he puesto en el mismo unos macarrones, después unas rodajas de puerros, unos trozos de patata finos, unas tiras de pimiento verde y dos trocitos de ese chorizo bueno que tenéis ahí.
     ─¿Y qué has hecho con todo eso? ─le dije impaciente.
     ─Eso, sí... Casí lo cubrí todo con cerveza y le añadí algo de aceite más sal y pimienta. Bueno, también le puse unas gotas de salsa “worcestershire”. Y ha salido muy bueno ─repitió.
     ─¿Cuánto tiempo lo has tenido en el horno?
     ─Creo que veinte, o veinticinco, minutos a 200º ─contestó.
     Reí mirándole y le dije:
     ─Desde luego eres un extraterrestre, eres irremediable.
     Comenzó a desternillarse de risa y cuando paró un poco, farfulló con su peculiar acento:
     ─Mira lo que dice Sánchez-Drago hoy ─Y me pasó el siguiente enlace mediante un WhatsApp: «Japoneses, mis marcianos favoritos».

sábado, 4 de abril de 2020

Prospectiva y capacidad de supervivencia


     Llevo varios días haciendo mis cábalas prospectivas. Ya he hablado alguna vez de la "Prospectiva", quizás vosotros sepáis que la prospectiva es la ciencia (?) que intentar anticipar los potenciales escenarios en los que se desarrollará el porvenir.  No obstante, un estudio prospectivo necesita muchos datos y exige tiempo y calma, un estudio prospectivo precipitado es erróneo casi por definición.
     Pero, aún contando con los riesgos inherentes a toda predicción, me atrevo decir que el paisaje que se va a presentar en muy poco tiempo ante nosotros es pesimista. Y digo pesimista haciendo muchas concesiones, pues realmente pienso que va a ser aterrador. Hay aspectos que nos pasarán una factura de muy elevado valor, el primero es que en España se ha reaccionado con lentitud e ineficacia y, además, con poca rotundidad; nada más hay que recordar que la OMS ─e incluso la propia China─ pedían que se adoptaran, con rapidez, medidas contundentes.
     Probablemente ─y es algo bueno─ estamos subiendo en la escala de conciencia ciudadana (aunque de esto habría mucho que hablar, pero mucho) y que este incremento de nivel de conciencia propicie que la velocidad de los contagios disminuya (¿Un 5%, un 10%?), pero hay que dar tiempo al tiempo para tener datos reales y conocer sus efectos. Ahora ─a destiempo, por el número de muertos─ se están moviendo más recursos pero, por contra, los profesionales de todos los sectores, que son nuestras grandes piezas en este juego mortal, están disminuyendo por los contagios.
     Creo que lo que está por llegar ─lo que viene─ en los próximos días es bastante horrible. Habrá mucha gente que perderá a amigos y parientes; y que otros muchos ─casi la mayoría─ cogerán el 'coronavirus' con mayor o menor intensidad, esto nos llevará a vivir en un estado de angustia interna (y a veces externa) de enormes dimensiones.
     ¿Qué se me puede ocurrir deciros? Lo único que sé es que debemos, a toda costa, mantener la serenidad, la calma. Creo que es el único antídoto que tenemos por ahora a nuestro alcance, es nuestra mejor opción. Aunque no sepamos dar una receta precisa de cómo hacer para mantener la calma.
     Así lo veo, de ésta se saldrá utilizando todo el aplomo y la entereza que seamos capaces de poner sobre el tapete. Intentemos ayudar, como sea y como podamos, a los demás. Y sin entonar ─de ninguna manera─ el "sálvese quien pueda", pongamos también sobre ese tapete nuestra indiscutible y connatural capacidad de supervivencia.