Siempre cabalgaba de espaldas al sol, hasta que su espalda ardía y entonces buscaba una sombra para descansar un rato y beber unas gotas de agua. Llevaba dos semanas sin descanso y pensó ─sin mirar atrás─ que ya había dejado de perseguirle. Le dolía el hombro izquierdo de una antigua bala que le rozó, aunque ya ni se acordaba de cómo fue aquello. Quizás el tiempo iba a cambiar, un buen chubasco no vendría mal, llenaría las dos cantimploras. Pero le fastidiaría el maldito barro.
Calculó que aún debería estar a caballo una hora o cosa así, después buscaría un refugio, cosa que no era nada fácil por aquellos lugares. Tocó, con el índice y el pulgar, la culata de su viejo Colt Paterson, notó como sus dedos dejaron algo de polvo al tocar el arma. Era una vieja manía, cada media hora rozaba el arma y escupía, esos gestos le generaban una extraña sensación de seguridad. Le quedaban unas veinte balas, tendría que comprar algunas más en cuanto hubiese ocasión de hacerlo.
El sol le seguía ardiendo en la espalda, quizás el pequeño dolor estaba relacionado con el Winchester de 1873 que le colgaba al hombro, pocas veces lo ponía en la funda de la cabalgadura. Tendría que dispararle a algo para comer, sus reservas estaban casi agotadas. Seguro que ya podría encender fuego sin temor a señalar su posición con el humo.
Se sabía perdido, muchas veces en su vida le había sucedido lo mismo, recordó el viejo cuento de la zanahoria que un día oyó relatar a un embaucador en una calle de no recuerda dónde. Decía que, antiguamente, en un país de Oriente, para moler el trigo, los campesinos utilizaban caballos para mover las ruedas de los molinos. Los caballos giraban incansablemente, durante todo el día, iban queriendo atrapar una zanahoria que llevaban colgada delante de su hocico; solamente podían comer esta zanahoria a la caída de la noche.
Pensó que él, y muchos más, eran así; iban con una zanahoria colgada en la nariz, pero nunca se la comían cuando llegaba la noche. Al día siguiente ─de modo casi mágico─ tenían una nueva zanahoria en la nariz.
Desvió su ruta un poco a la derecha ─aunque el sol seguía en su espalda─ hacia una densa floresta en la que seguramente podría encontrar agua y algún animal comestible. Pararía por allí hasta el amanecer del día siguiente, y ahora sí encendería un buen fuego.
Con el sol ya muy arriba, encontró un arroyo con abundante agua, fresca y clara, se bañó entre las piedras y no vió ningún pez. Después, se dispuso a buscar algún frutal silvestre para comer algo. El animal ─atado a soga─ ya daba buena cuenta de todo lo que encontraba a su alrededor.
El sonido del gallo de las praderas o urogallo grande, es inconfundible, lo percibió cerca y eso le hizo pensar que se encontraba al norte de Oklahoma, sacó el Colt Paterson y se arrodilló muy quieto, rogó que el caballo no hiciese ningún ruido que espantará a la gallinácea. Apareció con aire despistado de entre un tupido matorral. Kane disparó rápido y la pieza cayó de inmediato...
─¡Abuelo sigue! ─clamó Carlos.
─No, no. Ahora descansaré, después te seguiré contando la historia de Kane.
─Pero, ¿y si no te acuerdas? ─preguntó con ansia.
─Sí; me acordaré. Seguro que si no lo recuerdo tú te encargarás de ello.
─Bueno, vale, ¿después de comer?
─Abuelo, ¿tú conociste a Kane?...
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