miércoles, 30 de abril de 2025

El apagón que apagó algo más que la luz

      Ciberataques, fenómenos atmosféricos extraños, incompetencia, se ha ha hablado incluso de experimento sociológico sobre situaciones extremas, también lo han explicado como un acto de provocación de las eléctricas por el otro apagón: el nuclear. Nos han bombardeado con la frase: «Oscilación muy fuerte del flujo de potencia de redes». Y de Portugal nos venían otras palabras antológicas: oscilaciones anómalas en las líneas de muy alta tensión”, atribuidas a un raro fenómeno conocido como “vibración atmosférica inducida”.

      También me viene ahora a la cabeza el recuerdo de hace varios días. Leí a un pretendido experto que pontificaba sobre la imposibilidad de una apagón general debido a que nuestra red eléctrica es un sistema “encapsulado”. En fin...

      Todos recordaréis que el siglo XXI arribó prometiendo redes inteligentes, resiliencia energética (algunos dicen que eso de la resiliencia energética es una estrategia concebida para garantizar un suministro de energía estable y fiable) y una sociedad hiperconectada. Nos vendieron un futuro blindado frente a fallos, eficiente, automatizado y sostenible. Pero el reciente apagón que sumió a la península ibérica en la oscuridad durante horas ha encendido una alarma: el futuro prometido no está garantizado, y la realidad es mucho más frágil de lo que imaginamos.

      No se trató sólo de una interrupción eléctrica. Fue un colapso en cadena: hospitales paralizados, ciudades incomunicadas, servicios esenciales suspendidos, caos en las comunicaciones y una ciudadanía atrapada en la incertidumbre. Lo más preocupante, sin embargo, no fue la oscuridad en sí, sino el desconcierto posterior: la ausencia de explicaciones claras, de responsabilidades asumidas, de respuestas a la altura del fallo.

      Este apagón ha sido un reflejo incómodo de nuestras prioridades como sociedad. Hemos confiado ciegamente en sistemas automatizados y redes digitalizadas sin exigir, en paralelo, garantías mínimas de funcionamiento, de mantenimiento y de respaldo. Hemos comprado la narrativa de la transformación energética sin asegurar primero que las luces permanezcan encendidas.

      La digitalización y la transición energética no pueden ser solo palabras bonitas en una rueda de prensa. Son promesas con consecuencias reales. Promesas que, si no se cumplen con rigor y planificación, se convierten en riesgos. Porque una sociedad hiperconectada es también hiperdependiente. Cuando todo está interrelacionado, cualquier fallo, por pequeño que sea, puede generar un efecto dominó devastador.

      Además, no podemos ignorar que en un contexto global marcado por amenazas híbridas y crecientes tensiones geopolíticas, nuestras infraestructuras críticas —energía, agua, transporte, comunicaciones— se han convertido en blancos estratégicos. La posibilidad de un ciberataque o de una manipulación externa no es ciencia ficción. Es un riesgo real. ¿Estamos preparados? Este apagón sugiere que no.

      Pero la raíz del problema no es solo técnica. Es política. Es institucional. Es moral. La gestión de este episodio ha dejado en evidencia una mezcla peligrosa de negligencia, arrogancia y complacencia. Y esa mezcla es incompatible con un Estado moderno y con ciudadanos que, con razón, exigen algo más que disculpas tibias: exigen transparencia, responsabilidades claras y reformas profundas.

      Porque este no ha sido solo un fallo técnico: ha sido un quebranto de confianza. En plena era de la información, la opacidad mata. Y cuando el ciudadano percibe que ni siquiera puede confiar en que haya luz al final del túnel —literal y metafóricamente—, la democracia misma se resiente.

     Y hay una dimensión aún más delicada: la justicia social. En momentos como este, quienes más padecen son los más vulnerables. Personas mayores atrapadas en ascensores. Pacientes sin asistencia médica adecuada. Zonas rurales completamente aisladas. Familias sin medios para afrontar emergencias. Eso de la resiliencia energética no puede ser un lujo para unos pocos, sino un derecho básico para todos.

      El apagón nos ha enseñado, a la fuerza, una lección que no podemos olvidar: la civilización moderna no se sostiene sobre promesas de futuro, sino sobre estructuras sólidas, fiables y humanas. Y hoy, esa estructura ha demostrado estar hecha de humo.

      No basta con declarar que esto no puede repetirse. Hay que actuar. Con auditorías independientes, con inversiones reales, con gestión pública responsable. Porque lo verdaderamente inadmisible no es que se haya apagado la luz. Lo inadmisible es que sigamos sin respuestas mientras las sombras se alargan.

lunes, 21 de abril de 2025

Francisco: un pastor entre luces y sombras

      Escribo con rapidez, sin pensar mucho. He salido de compras y cuando he vuelto me he dado de bruces con la noticia: el papa Francisco ha muerto. Creo sinceramente que el papa Bergoglio deja detrás de sí una Iglesia más viva, más incómoda y más interpelada. No ha sido un pontífice de fórmulas ni de brillos, sino un pastor con polvo en los zapatos, que entendió el valor del silencio tanto como el peso de la palabra.

      Su llegada al papado en 2013 fue una bocanada de aire fresco para una institución asfixiada por sus propios ritos y contradicciones. Fue el primer hispanoamericano en ocupar el trono de Pedro, pero nunca pareció cómodo con él. Eligió la sencillez del nombre Francisco, y desde entonces marcó distancia con el boato, prefiriendo hablar de periferias, pobreza, y misericordia. Más que proponer una nueva doctrina, sacudió conciencias.

      Lo suyo, su papado, ha sido una renovación sin espectáculo. Se enfrentó con coraje a los abusos sexuales dentro de la Iglesia, aunque a veces con pasos más lentos de lo esperado. Dudó, corrigió, escuchó. No buscó la perfección, sino la verdad, aunque doliera. Su valentía no fue la del que impone, sino la del que se atreve a cambiar de opinión.

      Francisco ha incomodado a muchos, tanto de dentro como de fuera. Sus palabras sobre la emigración, el medio ambiente, la economía que “mata” y el clericalismo que ahoga, golpeó a muchos nervios sensibles. Pero también supo callar cuando otros hubieran hablado por impulso. En sus silencios hubo más de una respuesta. En sus grises, una humanidad que pocos líderes religiosos se atreven a mostrar.

      No fue infalible. Fue hombre. Y eso, tal vez, es lo que más lo acercó a los suyos.

      Hoy la silla de Pedro queda vacía. Pero su huella permanece en los márgenes, en las villas, en los gestos pequeños. Francisco no buscó que lo sigan como a un santo, sino que cada uno cargue con su cruz. Sin espectáculo. Sin escapismo. Solo fe, y dudas. Como él.

      Descanse en paz.

viernes, 18 de abril de 2025

Demasiada opinión, poco cerebro

      Hace pocos minutos he tenido una conversación muy interesante con el pastor Cooper George, hemos pasado un rato estupendo conversando sobre lo que él llama la “sacro-santa opinión”. Decía que allí, en las antípodas, sucede lo mismo que aquí con pocas variantes, el opinar se ha convertido es una especie de mística que está, incluso, por encima de la verdad.

      Comentamos que hoy todo el mundo tiene una opinión y, al parecer, todas valen lo mismo. Da igual si están bien pensadas o sacadas de un “meme”. Da igual si contradicen los hechos. Basta con decir “yo opino que…” y ya está: blindaje automático, debate cancelado. La opinión se ha convertido en una especie de becerro de oro moderno. Y lo peor es que muchos lo adoran sin hacerse una sola pregunta.

      Le dije que a mí me parecía que antiguamente, opinar implicaba haber reflexionado un poco, saber de qué hablabas, tener argumentos. Hoy, en cambio, basta con tener emociones. Se confunde “esto me molesta” con “esto está mal”. Se confunde “yo lo veo así” con “esta es la verdad”. Y cuando todo el mundo opina, pero casi nadie razona, el ruido tapa cualquier intento de pensar con claridad.

      Contestó que, desde luego, no es que esté mal tener opiniones —eso sería absurdo—, pero sí está mal que se hayan convertido en dogmas personales. Intocables. Irrefutables. Como si el simple hecho de que algo se te ocurra le diera valor. El resultado es que el debate se ha vuelto una batalla de egos en lugar de una búsqueda común de verdad. ¿Y los hechos? Bien, gracias. Esperando que alguien los consulte.

      Coincidimos en que, además, cada vez que alguien intenta argumentar, matizar o cuestionar algo con lógica, se le acusa de “intelectual”, “soberbio” o “elitista”. Como si usar la cabeza fuera un defecto. Como si pensar estuviera pasado de moda. Pero sin pensamiento crítico, sin razonamiento sólido, lo único que nos queda es un festival de opiniones lanzadas como si fueran piedras.

      Y ojo: esto no solo es molesto, es peligroso. Porque cuando se deja de valorar la verdad, cualquier disparate puede tomar fuerza. Cuando el razonamiento pierde valor, gana terreno la manipulación. Y cuando el debate se sustituye por el “yo tengo derecho a opinar”, da igual si lo que dices tiene sentido o no.

      Concluimos en que la cuestión es que estamos saturados de opinión. Pero lo que falta es pensamiento. Falta humildad para aceptar que no siempre tenemos razón. Falta curiosidad por contrastar ideas. Falta respeto por el conocimiento y por quienes se esfuerzan en construir argumentos de verdad.

       Para nosotros está claro que no todo lo que uno piensa merece ser aplaudido. Y no, tener una opinión no te hace automáticamente interesante. Pensar bien, eso sí que escasea. Y eso, justo eso, es lo que deberíamos empezar a valorar otra vez.

jueves, 3 de abril de 2025

Soltar las cargas


Hoy es uno de esos días grises. De esos en los que la lluvia golpea la ventana con una cadencia hipnótica y el cielo parece aplastarte con su peso. Hay momentos en los que la vida se siente así, como una interminable cuesta arriba, un esfuerzo constante por llegar a una cima que ni siquiera sé si quiero alcanzar.

      Selena llegó pronto hoy, con sus prisas habituales. Le leí el párrafo anterior, lo único que he alcanzado a escribir. Se quedó pensativa haciendo un exagerado visaje doblando sus labios y dijo:

      ─¡Uf! ¡Eso me huele demasiado a seis de espadas! Mira, yo estaré aquí, callada, jugando con mis cartas, sin mirarte, y tú sigue escribiendo, no te voy a estorbar, ¿vale?

      ─¿Cómo?, no sé si podré estando tú ahí delante.

      ─¡Venga, olvida que estoy aquí! ─exclamó en plan conminatorio.

      Mastiqué el bolígrafo y estuve pensado un rato. Intenté seguir el escrito.

Me pregunto cuántos de estos pasos son realmente míos y cuántos son solo el eco de las voces que me han acompañado desde siempre. "Tienes que esforzarte más", "No puedes rendirte", "Debes llegar más alto". Frases dichas con buenas intenciones, pero que se han convertido en cadenas invisibles. Y me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo cargando con expectativas que no son mías.

A veces pienso que este peso lo fui aceptando sin cuestionarlo, como quien se acostumbra a una mochila demasiado llena y olvida cómo se siente caminar ligero. Pero hoy, mientras miro la lluvia resbalar por el cristal, siento el cansancio de los años acumulados, de los “deberías” impuestos, de las metas que nunca me pregunté si eran realmente las mías.

      De nuevo me detuve a pensar.

¿Qué pasaría si me detuviera? Si sacudiera los hombros y dejara caer todo lo que no me pertenece. ¿Si soltara la carga y me atreviera a caminar sin ese peso?

Da miedo. Porque sin esa carga, ¿quién soy? Si dejo de perseguir lo que otros esperan, ¿qué queda de mí? Pero tal vez, solo tal vez, lo que queda es lo más auténtico, lo más real.

Hoy, en este día gris, no tengo todas las respuestas. Pero sí sé que estoy cansado de subir montañas que no elegí. Y tal vez, solo por hoy, me permito imaginar cómo se sentiría caminar sin ese peso.

Tal vez la lluvia no solo moje, sino que también limpie.

      Me quedé parado y vi que Selena tenía un perfecto abanico de las 78 cartas desplegado en la mesa y dijo:

      ─Elige la que tú quieras, una sola.

      Iba a coger una de las de las situadas a la mitad, pero cuando mi mano se acercaba a una posición central, la desvié ─casi de forma involuntaria─ y opté por una que estaba casi en el extremo de la derecha. La arrastré lentamente y la mantuve oculta. Me quedé mirando muy fijo a mi amiga. Ella dijo:

      ─Dale la vuelta.

      ¡Era el seis de espadas invertido!