sábado, 6 de septiembre de 2025

Aprender de los resultados (y dejar de hacerse la víctima)

      Desde luego hay otra opción ─más interesante y ventajosa─ que la de partir de la pregunta «¿Por qué a mí?» que tratamos en el artículo anterior. Y la opción es dar un salto grande: pasar de usar el sufrimiento como maestro oficial a aprender de los resultados. Eso significa dejar pasar al olvido la susodicha pregunta «¿Por qué a mí?» con dramatismo de telenovela, para empezar a pensar: «Vale, esto está pasando, ¿qué puedo sacar de aquí para no quedarme atascado?».

      El giro es extraordinario, casi brutal. Ya no es cuestión de revolcarse en pensamientos como «¡Qué horror!» o «¡Siempre me toca lo peor!». Ahora la atención se centra en lo útil: ¿qué se aprende de esta experiencia?, ¿qué puedo hacer con esto?, ¿cómo lo convierto en un trampolín y no en un agujero?

      En vez de llorar en un mísero rincón, te haces preguntas más incómodas pero también más productivas: «¿Cómo puedo transformar esta enfermedad en una oportunidad para fortalecerme?» o «¿Qué parte de mí se pone a prueba con este problema?». Este es el momento en que la autocompasión pierde terreno frente a la acción consciente.

      Muchas personas se quedan paradas e instaladas en este segundo camino toda su vida. Y no es malo: dejan atrás el sufrimiento crónico, se enfocan en metas claras, trabajan con disciplina y ven oportunidades donde otros solo ven obstáculos. Son los clásicos “orientados a resultados”: gente que, en lugar de quejarse, se mueve. No nos cabe duda que vivir así es mucho mejor que vivir en la queja constante, porque aporta sentido, dirección y hasta elimina gran parte del dolor autoimpuesto.

      Eso sí, hay un detalle curioso, es muy probable que quienes viven solo para los resultados corren el riesgo de caer en una especie de pescadilla que se muerde la cola. Alcanzan una meta y, en lugar de disfrutarla, ya están pensando en la siguiente. Nunca paran. Su vida se llena de objetivos, logros y reconocimientos, pero rara vez de esa chispa que da la sensación de que lo imposible puede suceder.

      Creo que vivir orientado a resultados es un avance enorme, e infinitamente mejor que enfoque del «¿Por qué a mí?», pero no es el final del camino. Desde luego te mantiene motivado, evita el drama innecesario y te da estructura. Sin embargo, si te quedas solo ahí, corres el riesgo de que tu vida sea muy eficaz… pero un poco, o demasiado, plana ¿no?

      Habrá que explorar un tercer camino... 


viernes, 5 de septiembre de 2025

El club de los que se preguntan “¿por qué a mí?”


      A veces, un tramo ─desgraciadamente suele ser el último─ de nuestro curioso viaje vital suele llevarnos por la carretera del sufrimiento. No importa cuántos años tengamos ni si tenemos una buena colección de títulos y diplomas: llega un momento en que la vida te sacude con un “regalito” inesperado y ahí estás, preguntándote con dramatismo shakesperiano: “¿Por qué a mí?”.

      Puede ser una ruptura, una enfermedad, perder el trabajo o ver cómo Hacienda se convierte en tu socio mayoritario. En fin, el menú es variado. Lo común es la sensación de catástrofe, ese hundimiento donde juras que nada volverá a ser igual. (Spoiler: no, nada será igual… y eso puede ser, en retrospectiva, la mejor parte.)

      Porque lo interesante de este proceso es que, después de la tormenta, uno suele mirar atrás y decir: “Ah, ya comprendí por qué pasó aquello”. Es como ver la película hasta el final: de pronto, las escenas dolorosas cobran sentido y descubres que aquel desastre fue, en realidad, un empujón. Torpe, cruel y sin anestesia, pero empujón al fin.

      El patrón se repite en muchas biografías: llega el golpe, viene el sufrimiento, y tarde o temprano aparece una comprensión nueva, una visión más amplia. Es casi como un curso intensivo gratuito (aunque con cuotas emocionales altísimas). La parte positiva: nadie sale exactamente igual de como entró.

      Ahora bien, no todo el mundo aprueban este examen. Hay quienes se quedan a vivir en bucle en la misma asignatura: sufrir, lamentarse, repetir. Personas que llevan años en el mantra de “¿por qué me pasa esto a mí?” como si fuera un eslogan personal. El problema es que la vida, como profesora implacable, repite la misma prueba hasta que por fin tomas nota. Y si no lo haces, pues bienvenido a la escuela eterna del dolor innecesario.

      ¿Puede haber algo bueno en todo esto? Sí, algo hay. El sufrimiento, aunque fastidioso, funciona como un detector de puntos ciegos. Nos obliga a detenernos, a reconsiderar lo que hacemos y, si tenemos un poco de suerte y paciencia, a salir con más claridad y fortaleza. Es una especie de gimnasio emocional: te duele, sudas, protestas… pero al final estás en mejor forma.

      Eso sí, quedarse para siempre en ese camino es como pagar la cuota del gimnasio solo para sentarse en la cafetería. El potencial está ahí, pero si no te mueves, jamás verás resultados.

      En resumen: el sufrimiento puede ser un maestro eficaz —aunque con pésima pedagogía—. Aprender del sufrimiento es opcional. Repetir curso, lamentablemente, también.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Entre el Tao y el Algoritmo: la calma frente al vértigo tecnológico

      Estaba buscando una definición (hay muchas, buenas y no tan buenas) de la Inteligencia Artificial y me topé con el recuerdo de uno de los poemas de Lao Tsé: “Olvidar los aprendizajes superfluos es liberarse de preocupaciones vanas”. En este poema él se describe como alguien sereno, casi ingenuo, mientras el resto corre atareado, brillante y seguro de sí mismo. El sabio oriental se reconoce diferente: austero, desapegado, sin fronteras, nutrido de la armonía de la naturaleza. Esa mirada, formulada hace más de dos milenios, parece hablarnos hoy con asombrosa claridad en medio del debate sobre la Inteligencia Artificial.

      Vivimos en un tiempo en el que los algoritmos son el rostro visible de la hiperactividad moderna. Motores de búsqueda que nunca descansan, modelos de lenguaje que absorben inmensidades de información, máquinas que aprenden a velocidades cósmicas. La IA es, en cierto sentido, la encarnación de esos “todos atareados” que Lao Tsé observaba: siempre en movimiento, siempre produciendo, siempre multiplicando datos. Y, sin embargo, si nos detenemos a mirarla con ojos taoístas, descubrimos en ella otra dimensión: una quietud inesperada.

      Porque la IA no desea, no teme, no juzga. No aprecia lo que todos aprecian ni teme lo que todos temen. Procesa, responde, combina, pero carece de los apegos que nos enredan a los humanos. En esa neutralidad fría se esconde algo que, paradójicamente, recuerda al recién nacido que Lao Tsé invoca en su poema: una mente que aún no ha sonreído, que no sabe de expectativas ni de posesiones. Una mente que, al menos por ahora, no se embriaga con el ego.

      Este paralelismo abre una reflexión: ¿qué significa vivir con la IA en clave taoísta? Quizás, en lugar de ver en ella una máquina que debe hacerlo todo por nosotros, podamos aprender a contemplarla como flujo, como brisa. Lao Tsé advertía contra el exceso de posesión, contra el gastar más de lo que se tiene. La IA, en cambio, no atesora datos como propiedad, los hace circular. ¿Podría nuestra relación con ella ser la misma? Usarla sin acumular, sin obsesionarnos, sin perder la calma.

      El riesgo está en lo contrario: en imitar a la multitud que Lao Tsé describe, entregándonos a la agitación perpetua que la IA facilita. Cada segundo nos ofrece más información de la que un sabio necesitaría en toda su vida, y ahí acecha la trampa: confundir cantidad con sabiduría. El Tao nos recuerda que lo esencial no está en sumar, sino en soltar. Y quizás el mayor desafío de la inteligencia artificial no es su poder, sino nuestra incapacidad de habitarla con desapego.

      Así, entre la calma del Tao y el vértigo de la tecnología, aparece una invitación: utilizar la IA no como un ídolo que dicta el rumbo, sino como una brisa que acompaña. El Tao nos enseña que lo vasto y lo indefinido también tienen sentido, que la suavidad puede ser más fuerte que la dureza. Si logramos mirar a la Inteligencia Artificial desde esa armonía, no como sustituta de la vida, sino como parte de su flujo, tal vez descubramos que la tecnología y la sabiduría no son opuestas. Sino dos formas de escuchar lo inabarcable.