En el patio se estaba muy bien, soplaba una brisa suave y fresca que venía directa del mar. Como el silencio era grande podía oírse el rumor del oleaje. Pensaba en ese viento de falso poniente que viene del norte bordeando la costa de Portugal y al llegar al Cabo de San Vicente dobla ─en en un asombroso ángulo recto─ y entra en Cádiz por el Oeste. Poco después se agolparon en mi mente varios pensamientos superpuestos; uno ─insistente─ era el de las matemáticas con visión de género, estuve un rato dándole vueltas a este estúpido asunto y lo abandoné. No era pensamiento adecuado para una noche tan hermosa. Miré hacia dentro de la casa y la televisión, sin sonido, daba imágenes de los interminables incendios veraniegos, las imágenes eran terroríficas y casi lograban trasmitir el calor del fuego. Los bomberos, embutidos es esos trajes coloridos, se esforzaban lo indecible para intentar contener la propagación de las llamas.
El fuego me hizo retroceder en la historia y trajo a mi mente una curiosa anécdota que siempre la tengo ahí, no sé ni donde la leí ─si es que la leí─ ni quién me la contó, si es que me la contaron. Era 1848, en París, época de ebullición revolucionaria. Los múltiples incendios enrojecían el cielo parisino. Víctor Hugo, escritor y revolucionario, se encontraba en aquellas calles luchando contra la monarquía armas en mano.
También había grupos de maleantes que se dedicaban a saquear las mansiones que encontraban a su paso. Una turba de estos logró penetrar en la casa del escritor. Iban arrasando habitación por habitación, cogiendo todo lo servible como botín y destruyendo el resto. Al llegar al despacho, únicamente encontraron papeles, unos amontonados y otros desperdigados. El jefe de aquella cuadrilla ─el único que sabía leer un poco─ tomó en sus manos un manuscrito e intentó leer algo del primer papel. Unos instantes después se dirige a sus compañeros y les comenta exclamando:
─¡Nada, no es nada! Se trata simplemente de una novela.
Los facinerosos del grupo notaron cierta decepción en su voz.
─¿Y cómo se llama? ─preguntó uno de ellos.
Con deje despectivo y esparciendo todos los papeles por el suelo, dijo:
─”Los Miserables”.
Inmediatamente, añadió:
─¡Vámonos! Aquí no hay nada de valor.
Casi sentí un poco de frío.
En ese momento miré otra vez a la pantalla de la tele y vi a los talibanes entrando en Kabul.