Ayer estuve ordenando y tirando papeles, una labor sedante que me aconsejan muchos amigos que haga con frecuencia. Entre los montones apareció un ejemplar de una publicación del miércoles 6 de septiembre de 1.950, ¡ya hace años!
Se trataba del periódico del Puerto "Cruzados" ─que desapareció en marzo de 1969─ era un número extraordinario dedicado a la festividad de la Virgen de los Milagros, la Patrona. Uno de los artículos era de carácter necrológico sobre mi tío-abuelo por vía paterna Ignacio Pérez Muñoz, del que heredé mi nombre. Era un gran sacerdote salesiano (yo siempre he creído que era un santo) y un compañero de la orden le hace un sentido homenaje. Se me ha ocurrido poner este escrito aquí para recordar a mi tío-abuelo al que, lamentablemente, no pude conocer, aunque mi padre me hablaba muy a menudo de él.
“Y en la hora de nuestra muerte...”
Una mañana, aquellas manos que durante cerca de cincuenta años, día a día, se habían elevado juntas sobre su cabeza, para demostrar a la adoración de los fieles el Cuerpo del Señor, yacían sobre la Mesa de Altar como dos lirios tronchados: Era su última Misa...
Sus ojos contemplaron nublados de lágrimas aquellos accidentes que desaparecían ante su vista mientras que el cáliz se convertía en un objeto informe que contenía la Sangre y el Cuerpo del Señor. Y cuando quiso repartir a los fieles el Manjar Divino, sus pies de mensajero de la paz, se negaron a ser los realizadores de la divina misión: Una parálisis progresiva le había acechado como un ladrón nocturno en aquella encrucijada de su vida, para asestarle el golpe de muerte, arrebatándole el don más preciado que Dios concede a los mortales.
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Cuando lo vi por primera vez después de la terrible prueba, se ofrecía tendido en el lecho, con la mirada brillante y emocionada y una vaga sonrisa entre los labios que era la más heroica floración de la abnegación cristiana.
Hubo una reciproca mirada de inteligencia un traspaso de corazón a corazón de sentimientos ocultos, mientras el enfermo privado ya del don inestimable de la palabra señalaba confusamente, con aquella mano que se obstinaba en menospreciar el imperio de la voluntad, la imagen de la Virgen pendiente de la cabecera del lecho...
Era una estampa policromada y colosal de Ntra. Sra. de los Milagros; la misma que una madre santa colocara entre las ropas blancas del equipaje del escolar de antaño, aquel día memorable en que antes de trocar el hogar por el internado lejano, había de escuchar de los labios temblorosos de su progenitora: "¡Qué no dejes de rezarle todos los días a la Patrona!".
Y desde entonces la Virgen Morenita y buena ejerció un especial patronazgo sobre aquella larga y fecunda vida que al fin se le entregaba como una flor ajada a sus plantas, después de haberle dedicado hasta el último aliento de sus perfumes...
Suavemente descolgué la imagen de Ntra. Sra. y aplicándola a los labios del enfermo, no se si de ellos brotaron una oración o una ofrenda, pero bien pude comprobar, como el rostro del paciente se iluminaba en una ancha sonrisa de recuerdos: Si; ante aquella memoria que pronto se había de oscurecer en el tiempo a la presencia de la luz increada, el enfermo recordó aquella escena tiernísima en que, según el relato materno, unas manos cariñosas le introducían aún parvulito bajo el manto de la Patrona... Y fue después cuando convertido en lirio de Primera Comunión, escoltaba el altar de la Virgen en una fecha imborrable en que sintió distintamente la llamada hacia el camino del sacerdocio... Y más tarde se vio asimismo subiendo al solio de la Señora, para cantar el cántico de Gloria, reservado a los ministros del Señor... Y a lo largo de su vida... durante muchos años... contempló como hacía un alto en la infatigable labor de su apostolado, para acudir cada 8 de septiembre a acompañar a la Reina en su desfile triunfal...
Fiel a la consigna de la madre de la tierra, la del Cielo que durante más de cincuenta años venía protegiendo su dueño, se aprestaba a trasladarlo desde las vicisitudes de la tierra al sueño eterno de los justos.
Y tal fue el tránsito del enfermo; un plácido sueño en que sus oídos de centinela esforzado se fueron cerrando insensiblemente al tronar guerrero de las pasiones humanas.. Un suave sopor en el que a su vista de experto navegante fueron desapareciendo las escolleras que tan hábilmente supo sortear, para avistar las playas dilatadas de un puerto de paz y de refugio eterno.
Horas después, con la serenidad del justo pintada en el semblante; revestido con los paramentos sacerdotales y ceñidas sus manos con la dulce atadura del Rosario, sus despojos salían de aquel Colegio de Ronda, que él vio arder en una noche trágica y al que hizo resucitar de sus propias cenizas en limitado tiempo, al impulso de su esfuerzo de titán y al que supo infiltrar los rasgos de eterna juventud de que aun hoy goza.
En el Camposanto de la Ciudad del Tajo, junto a otros beneméritos varones que le precedieron y antecedieron por la senda de la Vida Religiosa, los despojos del querido extinto, aguardan la gloria de la otra inmortalidad.
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Sobre la cabecera de mi lecho, la imagen de la Virgen de los Milagros que presidiera el principio y el final de la carrera de quien después de Dios me introdujo por los caminos del sacerdocio y en el Jardín de la Congregación Salesiana, campea como Reina y Madre...
Todas las noches, al evocar la figura de quien amé como a padre bueno, mis labios musitan la más esperanzadora de las plegarias: "...Y en la hora de nuestra muerte...", mientras mis ojos acarician la figura policromada y Morena de mi Patrona.
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Por el mundo Salesiano que hoy confunde sus fronteras con las dimensiones geográficas del planeta, vuela una carta mortuoria, como una mariposa de alas enlutadas, franqueando la clausura de centenares y millares de centros Salesianos...
Y en la dulce lengua del Dante, la noticia se hace plegaria y sufragio...
Queridísimos Hermanos: Con el alma profundamente acongojada os comunico el fallecimiento del Profeso perpetuo, Sacerdote Ignacio Pérez Muñoz...
Había nacido en el Puerto de Santa María...
Francisco Villanueva S.S.
Sevilla y Agosto 1950