
Ciberataques, fenómenos atmosféricos extraños, incompetencia, se ha ha hablado incluso de experimento sociológico sobre situaciones extremas, también lo han explicado como un acto de provocación de las eléctricas por el otro apagón: el nuclear. Nos han bombardeado con la frase: «Oscilación muy fuerte del flujo de potencia de redes». Y de Portugal nos venían otras palabras antológicas: “oscilaciones anómalas en las líneas de muy alta tensión”, atribuidas a un raro fenómeno conocido como “vibración atmosférica inducida”.
También me viene ahora a la cabeza el recuerdo de hace varios días. Leí a un pretendido experto que pontificaba sobre la imposibilidad de una apagón general debido a que nuestra red eléctrica es un sistema “encapsulado”. En fin...
Todos recordaréis que el siglo XXI arribó prometiendo redes inteligentes, resiliencia energética (algunos dicen que eso de la resiliencia energética es una estrategia concebida para garantizar un suministro de energía estable y fiable) y una sociedad hiperconectada. Nos vendieron un futuro blindado frente a fallos, eficiente, automatizado y sostenible. Pero el reciente apagón que sumió a la península ibérica en la oscuridad durante horas ha encendido una alarma: el futuro prometido no está garantizado, y la realidad es mucho más frágil de lo que imaginamos.
No se trató sólo de una interrupción eléctrica. Fue un colapso en cadena: hospitales paralizados, ciudades incomunicadas, servicios esenciales suspendidos, caos en las comunicaciones y una ciudadanía atrapada en la incertidumbre. Lo más preocupante, sin embargo, no fue la oscuridad en sí, sino el desconcierto posterior: la ausencia de explicaciones claras, de responsabilidades asumidas, de respuestas a la altura del fallo.
Este apagón ha sido un reflejo incómodo de nuestras prioridades como sociedad. Hemos confiado ciegamente en sistemas automatizados y redes digitalizadas sin exigir, en paralelo, garantías mínimas de funcionamiento, de mantenimiento y de respaldo. Hemos comprado la narrativa de la transformación energética sin asegurar primero que las luces permanezcan encendidas.
La digitalización y la transición energética no pueden ser solo palabras bonitas en una rueda de prensa. Son promesas con consecuencias reales. Promesas que, si no se cumplen con rigor y planificación, se convierten en riesgos. Porque una sociedad hiperconectada es también hiperdependiente. Cuando todo está interrelacionado, cualquier fallo, por pequeño que sea, puede generar un efecto dominó devastador.
Además, no podemos ignorar que en un contexto global marcado por amenazas híbridas y crecientes tensiones geopolíticas, nuestras infraestructuras críticas —energía, agua, transporte, comunicaciones— se han convertido en blancos estratégicos. La posibilidad de un ciberataque o de una manipulación externa no es ciencia ficción. Es un riesgo real. ¿Estamos preparados? Este apagón sugiere que no.
Pero la raíz del problema no es solo técnica. Es política. Es institucional. Es moral. La gestión de este episodio ha dejado en evidencia una mezcla peligrosa de negligencia, arrogancia y complacencia. Y esa mezcla es incompatible con un Estado moderno y con ciudadanos que, con razón, exigen algo más que disculpas tibias: exigen transparencia, responsabilidades claras y reformas profundas.
Porque este no ha sido solo un fallo técnico: ha sido un quebranto de confianza. En plena era de la información, la opacidad mata. Y cuando el ciudadano percibe que ni siquiera puede confiar en que haya luz al final del túnel —literal y metafóricamente—, la democracia misma se resiente.
Y hay una dimensión aún más delicada: la justicia social. En momentos como este, quienes más padecen son los más vulnerables. Personas mayores atrapadas en ascensores. Pacientes sin asistencia médica adecuada. Zonas rurales completamente aisladas. Familias sin medios para afrontar emergencias. Eso de la resiliencia energética no puede ser un lujo para unos pocos, sino un derecho básico para todos.
El apagón nos ha enseñado, a la fuerza, una lección que no podemos olvidar: la civilización moderna no se sostiene sobre promesas de futuro, sino sobre estructuras sólidas, fiables y humanas. Y hoy, esa estructura ha demostrado estar hecha de humo.
No basta con declarar que esto no puede repetirse. Hay que actuar. Con auditorías independientes, con inversiones reales, con gestión pública responsable. Porque lo verdaderamente inadmisible no es que se haya apagado la luz. Lo inadmisible es que sigamos sin respuestas mientras las sombras se alargan.

Qué bien lo has expresado, Ignacio. Lo peor no es la perdida de luz, lo peor es la pérdida de confianza en quienes dirigen el país, y la incertidumbre de que nunca sabremos que pasó.
ResponderEliminarEspaña no se merece esto, y espero que aún haya la suficiente cantidad de personas inteligentes y preparadas, para poder tomar decisiones acertadas, y no dejarnos llevar por estos locos, que por el poder, serían capaces de acabar con todo.
Gracias Pili, un abrazo.
EliminarNo puedo estar más de acuerdo contigo. Todo ésto que hemos vivido deja la sensación de falta de verdaderos dirigentes que se ocupen del bienestar del país y de los ciudadanos. La partitocracia y la ideología por encima de la eficiencia y la búsqueda del bien común. Gente sin preparación en puestos clave que están haciendo caer grandes instituciones... ¿qué podemos esperar?
ResponderEliminarMuy buena reflexión, que profundiza, con lógica, en la incertidumbre.
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