miércoles, 30 de julio de 2025

¿Hacia un Colapso Silencioso?

      Esta mañana hablaba con mi amigo el pastor Cooper George Wright de Nueva Zelanda. Él me comentaba que vivimos inmersos en una transformación demográfica sin precedentes. Y que las sociedades modernas, especialmente en el mundo desarrollado, están envejeciendo a un ritmo acelerado. Este fenómeno, lejos de ser un mero dato estadístico, configura lo que algunos autores llaman la “civilización de la jubilación”. Esta nueva etapa histórica es ─sin duda─ hija natural de la sociedad industrial: los avances en salud, alimentación, condiciones laborales y tecnología han extendido notablemente la esperanza de vida. Pero con esta conquista surgen también nuevos desafíos sociales, económicos y culturales que apenas comenzamos a comprender en toda su magnitud. Recalcó que allá en las antípodas sucede exactamente lo mismo que aquí en Europa.

      Le indiqué ─que a mi modo de ver─ una de las principales consecuencias de esta civilización es el impacto en la economía. Una sociedad dominada por personas mayores tiende a perder dinamismo: se reduce el consumo, la inversión y la innovación. La creatividad da paso a la estabilidad, y el riesgo se vuelve una amenaza en lugar de una oportunidad. Además, el sostenimiento de los sistemas de pensiones y salud se vuelve cada vez más complejo, con menos jóvenes activos para sostener una estructura de beneficios en expansión.

      A esto se suma la presión de los mercados financieros, que imponen lo que el texto original llama una “ley de hierro”: ajustes, recortes y reformas que a menudo afectan directamente a quienes más dependen del Estado. El poder de las finanzas globales, en este contexto, limita la capacidad de los gobiernos para implementar políticas públicas duraderas y justas. Se genera así una tensión constante entre lo que se necesita socialmente y lo que se “permite” económicamente.

      El pastor Cooper insistió en que el envejecimiento también tiene efectos más sutiles, pero igual de significativos, en el plano cultural. Las sociedades envejecidas tienden al conservadurismo, al repliegue y a la autorreferencialidad. Se vuelve más difícil promover el cambio, arriesgar, innovar. Aunque pueden parecer más tranquilas y ordenadas, estas sociedades pueden estancarse, perdiendo el impulso vital que proviene de la juventud y la diversidad generacional.

      Paradójicamente, buena parte del equilibrio actual se sostiene gracias a la globalización. Pero esta mundialización, no es inocente: trae consigo dependencias, desigualdades y desequilibrios que no pueden ser ignorados. La economía global compensa algunos efectos del envejecimiento en los países ricos, pero también profundiza brechas y genera tensiones sociales y políticas.

      Le comenté que frente a este panorama, las soluciones actuales resultan claramente insuficientes. Pequeñas reformas, medidas simbólicas o ajustes técnicos no bastan. Se necesita un enfoque integral, valiente y, sobre todo, capaz de romper con ciertos tabúes. ¿Por qué no repensar la edad de jubilación? ¿Por qué no fomentar activamente políticas de natalidad? ¿Por qué no considerar una inmigración selectiva que renueve el tejido social y laboral?

      En definitiva ambos hemos coincidido, en que la “civilización de la jubilación” representa un punto de inflexión. O nos atrevemos a abordarla desde una perspectiva global, demográfica, económica y cultural, o corremos el riesgo de presenciar, sin actuar, un colapso lento pero seguro de nuestras estructuras sociales. El desafío está planteado. 

      ¿Estamos dispuestos a afrontarlo?

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