viernes, 5 de septiembre de 2025

El club de los que se preguntan “¿por qué a mí?”


      A veces, un tramo ─desgraciadamente suele ser el último─ de nuestro curioso viaje vital suele llevarnos por la carretera del sufrimiento. No importa cuántos años tengamos ni si tenemos una buena colección de títulos y diplomas: llega un momento en que la vida te sacude con un “regalito” inesperado y ahí estás, preguntándote con dramatismo shakesperiano: “¿Por qué a mí?”.

      Puede ser una ruptura, una enfermedad, perder el trabajo o ver cómo Hacienda se convierte en tu socio mayoritario. En fin, el menú es variado. Lo común es la sensación de catástrofe, ese hundimiento donde juras que nada volverá a ser igual. (Spoiler: no, nada será igual… y eso puede ser, en retrospectiva, la mejor parte.)

      Porque lo interesante de este proceso es que, después de la tormenta, uno suele mirar atrás y decir: “Ah, ya comprendí por qué pasó aquello”. Es como ver la película hasta el final: de pronto, las escenas dolorosas cobran sentido y descubres que aquel desastre fue, en realidad, un empujón. Torpe, cruel y sin anestesia, pero empujón al fin.

      El patrón se repite en muchas biografías: llega el golpe, viene el sufrimiento, y tarde o temprano aparece una comprensión nueva, una visión más amplia. Es casi como un curso intensivo gratuito (aunque con cuotas emocionales altísimas). La parte positiva: nadie sale exactamente igual de como entró.

      Ahora bien, no todo el mundo aprueban este examen. Hay quienes se quedan a vivir en bucle en la misma asignatura: sufrir, lamentarse, repetir. Personas que llevan años en el mantra de “¿por qué me pasa esto a mí?” como si fuera un eslogan personal. El problema es que la vida, como profesora implacable, repite la misma prueba hasta que por fin tomas nota. Y si no lo haces, pues bienvenido a la escuela eterna del dolor innecesario.

      ¿Puede haber algo bueno en todo esto? Sí, algo hay. El sufrimiento, aunque fastidioso, funciona como un detector de puntos ciegos. Nos obliga a detenernos, a reconsiderar lo que hacemos y, si tenemos un poco de suerte y paciencia, a salir con más claridad y fortaleza. Es una especie de gimnasio emocional: te duele, sudas, protestas… pero al final estás en mejor forma.

      Eso sí, quedarse para siempre en ese camino es como pagar la cuota del gimnasio solo para sentarse en la cafetería. El potencial está ahí, pero si no te mueves, jamás verás resultados.

      En resumen: el sufrimiento puede ser un maestro eficaz —aunque con pésima pedagogía—. Aprender del sufrimiento es opcional. Repetir curso, lamentablemente, también.

4 comentarios:

  1. Muy bonito, me has hecho llorar, de lo más bonito que hayas escrito.

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  2. Como me gusta lo que escribes hoy, Ignacio.
    Es verdad, y a todo nos ha pasado muchas veces en la vida, en el momento del sufrimiento que tienes encima, eres incapaz de ver qué sentido tiene lo que nos está pasando, pero más adelante, y cuando eso ya es pasado, te das cuenta que no hay mal que por bien no venga.
    En cuanto al sufrimiento espiritual, solo debemos recordar que la Cruz, es la señal del cristiano, sin sufrimiento, no habrá salvación, la Cruz nos lleva a la vida eterna.

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  3. Ciertamente no es muy comprensible ese sistema pedagógico, pero no es menos cierto, que quizás ayudaría a entenderlo el hecho de recordar el pasaje del Padre Nuestro ... "hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo...".
    De todas formas es que somos de un torpe...
    Mi querido amigo, un fuerte abrazo.

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  4. Muchas gracias, me viene muy al punto esta reflexión en estos momentos de mi vida.

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