miércoles, 10 de diciembre de 2025

Sobre lo que hacemos y por qué lo hacemos


      Le doy vueltas a lo que ayer decía en mi artículo (Tres claves para darle rumbo a la existencia). Más o menos, deseaba expresar que si observamos nuestra vida con un poco más de distancia, vemos que casi todo se sostiene sobre tres verbos: hacer, aprender y disfrutar. El primero empuja a los otros dos. Hacemos para avanzar, pero también para descubrir. Cada acción, por pequeña que sea, nos enseña algo: cómo reaccionamos, qué nos interesa, qué nos cansa y qué nos despierta. Hacer nos convierte en personas que cambian.

      Es verdad que a veces parece que vivimos en movimiento continuo. Hacemos tareas, resolvemos problemas, pensamos en lo que viene después y, cuando por fin paramos, seguimos dándole vueltas a algo. Incluso en sueños seguimos en acción. Ese impulso de hacer es tan natural que rara vez lo cuestionamos. Pero quizás vale la pena detenerse un momento y pensar qué hay detrás.

      Nuestra capacidad de acción es casi ilimitada. No somos como un árbol, fijo en un lugar. Podemos movernos, imaginar, proyectar, planificar, equivocarnos y volver a empezar. Cambiamos nuestro entorno y a veces también a nosotros mismos. Esa energía que a veces se parece a un hormiguero inquieto tiene un sentido cuando la miramos con calma: el hacer es la puerta de entrada a lo que aprendemos y a lo que llegamos a disfrutar.

      Muchas veces creemos que hacemos por obligación: trabajar, mantener la casa, cumplir con lo que toca. Y es cierto que hay acciones necesarias. Pero incluso después de cubrir lo básico seguimos moviéndonos. Creamos, buscamos retos, modificamos lo que no nos convence. Ese impulso no es caprichoso. Tiene que ver con una necesidad más profunda: la de darle forma a nuestra vida.

      Hacer no siempre significa producir más. A veces es simplemente prestar atención, probar algo nuevo o dar un paso que nos dé un poco de claridad. Cuando actuamos, abrimos espacio para aprender. Y cuando aprendemos, aparece la posibilidad de disfrutar. No como un premio final, sino como algo que surge cuando vemos sentido en lo que hacemos.

      Al final, nuestro propósito no suele estar intentando lograr grandes metas. Está en lo que hacemos cada día. En cómo nos relacionamos, en lo que intentamos mejorar, en lo que nos atrevemos a explorar. Hacer, aprender y disfrutar no son tres tareas separadas, sino un mismo camino que se va construyendo mientras lo andamos, ¿no?

martes, 9 de diciembre de 2025

Tres claves para darle rumbo a la existencia


      Mi vida, y mañana se cumple un mes, ha dado un vuelco radical. Ahora dedico ─sin querer a veces─ mucho tiempo a eso de tratar de entender la existencia. A lo largo de la vida, casi todos nos hemos preguntado alguna vez para qué estamos aquí. La cuestión aparece en momentos de calma, en días complicados o incluso en situaciones cotidianas. A veces encontramos una respuesta momentánea. Otras veces preferimos no pensar demasiado y seguir con nuestras rutinas. Pero la pregunta vuelve, porque forma parte de nuestra naturaleza. ¿No les ocurre a ustedes también?

      Y siempre, antes de buscar un sentido concreto, surge otra duda previa: ¿tiene la vida algún sentido?

      Si pensáramos que no lo tiene, nada importaría demasiado. Nuestras acciones serían como un juego sin normas ni objetivo. Un juego sin campo, sin equipos y sin marcador, con millones de personas moviéndose sin rumbo. Esa idea, llevada al extremo, nos muestra lo estéril que sería vivir sin asumir al menos una pequeña finalidad. Por eso tiene sentido empezar creyendo que la vida sí posee un propósito, aunque este no siempre sea evidente.

      Una vez aceptado esto, llega la gran pregunta: si la vida tiene un sentido, ¿cuál podría ser? Pienso que la respuesta no necesita ser complicada. La vida puede entenderse como una oportunidad para hacer cosas, aprender y disfrutar. Estas tres ideas abarcan lo esencial y ayudan a orientar nuestras decisiones.

      Hacer cosas significa actuar. Implica movernos, crear, trabajar, mejorar nuestro entorno o participar en él. No hace falta que sean grandes logros. A veces basta con realizar pequeñas acciones que nos permitan avanzar, sentirnos útiles o simplemente mantenernos en movimiento.

      Aprender es otra parte fundamental. La vida cambia, nosotros cambiamos y siempre hay algo nuevo que descubrir. Aprender no solo se refiere a estudiar. También incluye observar, escuchar, equivocarse, probar y adaptarse. Cada experiencia amplía nuestra manera de ver el mundo y nos ayuda a entendernos mejor.

      Por último, disfrutar es un elemento que suele olvidarse cuando pensamos en el sentido de la vida. No estamos aquí solo para esforzarnos. También estamos para apreciar lo que nos rodea, reír, compartir, descansar y sentir alegría. El disfrute no siempre llega de grandes acontecimientos. Muchas veces nace de lo sencillo: una conversación, un paseo, un momento de calma.

      Vivir con propósito no requiere una teoría compleja. Basta con combinar acción, aprendizaje y disfrute. Esa mezcla convierte la existencia en un camino lleno de posibilidades. No ofrece una respuesta definitiva, pero sí una dirección clara. Y a partir de ahí, cada persona puede construir su propio significado.

      ¿Es todo así realmente?

viernes, 5 de diciembre de 2025

Arrepentimientos


      Mi amigo japonés Kimura ─que ya ustedes saben que maneja el idioma español muy bien─ me decía esta mañana que la expresión que más le gusta en nuestra lengua es: ¡Menuda puñalada me han dado! Comentaba que hay diversas frases en su país que dicen lo mismo, pero ninguna tiene la expresividad y la fuerza de la “puñalada” española. Después derivó a la cuestión del arrepentimiento, fue una especie de pensamiento encadenado, te dan un puñalada y después el criminal se arrepiente, ¿y los efectos de la puñalada quién se los traga?

      Le respondí que el arrepentimiento es un viejo conocido. Todos lo sentimos alguna vez. Pero en la vejez, especialmente después de los 70 u 80 años, adquiere un sabor especial. A veces suave. A veces amargo. Y a veces tan insistente que parece un estribillo pegajoso que se repite sin parar. ¿Por qué ocurre? ¿Qué pasa por la mente de una persona mayor cuando dice “me arrepiento de…” varias veces al día?

      Después añadí:

      ─La vejez trae un fenómeno universal: la revisión vital. Es como rebuscar en un cajón lleno de recuerdos. Algunos bonitos. Otros, no tanto. La mente hace inventario. Y al hacer inventario, inevitablemente aparecen los “¿y si…?”. Es normal. Pienso que no es un defecto del carácter. Es una etapa más del viaje. Y además, Además, con los años, el tiempo cambia de forma. Ya no se ve como un horizonte infinito, sino como un corredor más corto. Esto hace que muchas decisiones del pasado se vean con una lupa más grande. Algo que en su momento no parecía importante, ahora puede parecer enorme. No porque lo fuese, sino porque ya no hay tiempo para “corregirlo”. O al menos, esa es la sensación.

      Kimura lo pensó un poco y respondió:

      ─Bueno, yo me refería al arrepentimiento de la “puñalada”, ese es otro arrepentimiento. Ese al que tú te refieres también cumple una función emocional. A veces es una forma de hablar. Una manera de pedir escucha. De abrir conversación. De mostrar vulnerabilidad sin decirlo directamente. Cuando una persona mayor dice “me arrepiento de…”, muchas veces está diciendo, en el fondo: “necesito contarte algo”, “quiero sentirme acompañado”, “quiero que mi vida siga teniendo sentido en diálogo con alguien”. Y luego viene la parte humana, quizá demasiado humana: reinterpretarlo todo. En la vejez, uno mira la vida con valores distintos a los que tenía cuando tomó ciertas decisiones. Lo que entonces parecía lógico, hoy puede parecer absurdo. Pero esa reinterpretación no es una sentencia histórica. Es solo la mirada del presente sobre un pasado que no tenía la misma información, ni las mismas emociones, ni los mismos miedos.

      Le contesté en la misma línea que el había marcado:

      ─Eso sí, hay personas que se pasan un poco. O un mucho. Y convierten el arrepentimiento en un hobby. O en un mantra. Lo dicen por costumbre. O por carácter. O porque necesitan poner palabras a una sensación general de nostalgia o de pérdida. No siempre se refieren a hechos reales o graves. A veces es solo un estilo de pensamiento que ha ido cuajando con los años.

      ¿Y qué se puede hacer? Nada heroico. Escuchar. Acompañar. No contradecir a la fuerza. No intentar convencer a nadie de que “en realidad tu vida fue fantástica”. Porque eso suele generar más distancia que alivio. A veces basta con validar. Con preguntar. Con invitar suavemente a recordar lo bueno sin borrar lo difícil.

      Después de una larga pausa ─quizá alguien le habían llamado por teléfono─ dijo:

      ─El arrepentimiento, bien visto, no es un enemigo. Es una forma de seguir dialogando con la propia historia. De darle sentido a aquello que aún duele un poco. De cerrar, al ritmo de cada uno, el capítulo más largo de todos: la propia vida. Y si se comparte con alguien que escucha, incluso puede volverse más ligero. Y hasta, por qué no, un poco más llevadero.

      Escuché como un suspiro y terminó diciendo:

      ─Pero no es ese el arrepentimiento sobre el que yo quería hablar. El arrepentimiento al que quería aludir es al de José Saramago cuando escribió: “Para qué sirve el arrepentimiento, si eso no borra nada de lo que ha pasado. El arrepentimiento mejor es, sencillamente, cambiar”.