
Tengo una amiga que es tan impaciente que, si existiera una Olimpiada de la Impulsividad, ganaría oro sin calentar. Hace unos días pensé en ella y me puse a reflexionar sobre este asunto que todos sufrimos y al que se podría denominar arte de no desesperar.
Vivimos en un mundo que va tan rápido que a veces parece que corre para ningún lado. El móvil suena como si tuviera vida propia. Los pedidos llegan antes de que recuerdes que los hiciste. Las redes sociales te lanzan novedades sin darte tiempo a procesar las anteriores. En medio de este caos la paciencia no es una virtud antigua, es un salvavidas moderno.
Pensemos en el día a día. Tráfico que no avanza. Colas que no se acaban. Proyectos que prometen pero siempre llegan “la próxima semana”. Y ahí estamos nosotros, enfadándonos por un e-mail que tarda o por un amigo que responde cuando ya habíamos perdido la fe en la humanidad. Pero lo queramos o no este mundo nos obliga a esperar, así que más vale aprender a esperar sin morir en el intento.
La paciencia también tiene su magia en el trabajo. Todo es urgente, vital, imprescindible. Y aun así, parar un minuto puede salvar un proyecto y salvarte a ti. Reaccionar menos y pensar más suena simple, aunque no siempre lo hagamos. El éxito, ya sea en un negocio o en un sueño personal, no aparece con un clic. Requiere constancia tranquila y más de un café cargado, ¿no es así?
En las relaciones pasa lo mismo. La gente se equivoca, y claro, nosotros también. A veces las discusiones se lían por tonterías y lo mejor es dejar que la tormenta pase. Con un poco de paciencia entendemos mejor a los demás, y de paso nos volvemos menos incendiarios.
Y luego está la cosa de nuestra salud mental, la gran sacrificada. El bombardeo constante desgasta. La paciencia nos recuerda que no todo depende de nosotros. Un retraso del metro puede arruinarnos la mañana o regalarnos diez minutos para respirar, leer o simplemente mirar alrededor y recordar que no somos robots.
La pregunta es: ¿cómo se arregla esto? Con cosas pequeñas. Respirar antes de explotar. Contar hasta diez antes de responder a un mensaje que huele a problema. Hacer mindfulness, taichí o cualquier cosa que nos baje las revoluciones. Dejar el móvil a un lado y abrir un libro. La paciencia no es quedarse quieto, es tomar el control sin perder la calma.
Y al final surge la pregunta que vale oro: ¿qué ganas con ir siempre corriendo? La paciencia da claridad, te prepara para lo inesperado. Te hace un poco más fuerte y un poco más humano. En un mundo que parece irse de las manos, elegir la calma es casi un superpoder.
Prueba hoy. Solo un poco. A ver qué pasa. Puede que cambie más de lo que tú crees.

Vivimos en un mundo donde la paciencia tiende a desaparecer, todo es rápido e inmediato. Por eso es tan difícil detener los impulsos y aplacar las reacciones que tenemos.
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