domingo, 3 de agosto de 2025

¿Una ruta hacia la plenitud?


      Hoy le pedí a Selena que hiciera unas fotos de la baraja de los dioses egipcios para ponerlas aquí. No recuerdo muy bien lo mucho que después comentó sobre los dioses de piedra y los templos de Egipto.

      Creo que, entre otras cosas, me dijo que los templos no sólo eran los lugares para adorar a los dioses, sino que también eran concebidos como un lugar para ponerse en contacto con ellos. Todos ellos tenían tres partes bien diferenciadas. La primera de ellas era una gran sala al aire libre que acogía al pueblo llano en las ceremonias y rezos. La segunda parte era una cámara cubierta donde se situaban los nobles y miembros de la corte, que solía estar más elevada que la primera. Y, por último, un pequeño habitáculo reservado únicamente a los sacerdotes e iniciados, donde se guardaban las estatuas que representaban a los dioses. El edificio del templo estaba construido de forma que diera la impresión de que al avanzar por él se llegaba hasta una parte mágica, más misteriosa y escondida, que era dominada por los religiosos. Su nombre era el de "santo de los santos", o algo muy parecido, y en ella se guardaban las figuras de piedra que representaban a los dioses. El más idolatrado de ellos era, cómo no, Amón, tocado con dos enormes plumas que parecían estar insertadas en su cabeza. Pero lo realmente increíble es que estas figuras de piedra no sólo eran idolatradas, sino que según los antiguos textos tenían la capacidad de hablar, sanar, predecir el destino e incluso podían verter juicios sobre causas penales.


      Después pasamos a tocar otros temas. No sé a cuenta de qué, dije que la vida está llena de giros inesperados y Selena respondió así:

      ─Sí, es verdad. A veces la vida nos sorprende con alegrías imprevistas, y otras nos pone frente a pruebas difíciles que ni pedimos ni imaginamos. En medio de esa incertidumbre, siempre surge una pregunta inevitable: ¿cómo vivir con serenidad cuando no podemos controlar lo que nos sucede?

      Esa pregunta, como lanzada al vuelo, nos hizo parar un poco. Bastantes segundos después respondí con otro interrogante:

      ─¿Quizás la respuesta puede estar en la idea, poderosa y difícil de practicar, de aceptar los designios del destino?

      ─Sí, probablemente sea así ─contestó Selena. Aceptar el destino no significa resignarse sin luchar, ni mucho menos renunciar a nuestros sueños o valores. Se trata más bien de asumir una actitud consciente frente a lo que escapa de nuestro control. La verdad es que no podemos elegir todos los desafíos que la vida nos presenta, pero sí podemos elegir cómo responder a ellos. Esa elección marca la diferencia entre la amargura y la sabiduría, entre el estancamiento y el crecimiento.

      Otra vez nos mantuvimos callados durante un lapso grande de tiempo. Luego añadí:

      ─Creo que cuando aceptamos nuestro destino, también estamos aceptando todo lo que somos: nuestras virtudes, sí, pero también nuestros errores, nuestras heridas, nuestros defectos. Muchas veces luchamos contra nosotros mismos porque no queremos mirar de frente nuestras sombras. Sin embargo, el crecimiento real comienza cuando dejamos de resistirnos a esa parte de nuestra historia personal. Aceptar no es conformarse, es reconciliarse. Es un acto de valentía que nos permite sanar, integrar y avanzar, ¿no lo crees así?

      ─¡Por supuesto! ─exclamó Selena. Cada experiencia vivida, incluso aquellas que quisiéramos borrar de nuestra vida, tiene un valor formativo. Puede que no comprendamos su sentido en el momento, pero si nos permitimos vivirla con apertura, tarde o temprano descubriremos qué nos vino a enseñar algo. El sufrimiento, por ejemplo, puede abrirnos a una mayor compasión; el fracaso, a una mayor humildad; la pérdida, a un amor más profundo por lo que permanece. En este sentido, aceptar el destino es también confiar en que detrás de cada circunstancia se esconde una posibilidad de transformación interior. Este proceso de aceptación nos lleva, poco a poco, a convertirnos en personas más completas. Ya no vivimos desde la lucha constante contra la realidad, sino desde una actitud de apertura y responsabilidad. No se trata de aceptar pasivamente todo lo que ocurre, sino de responder desde un lugar más sabio y sereno, sin quejarnos inútilmente de aquello que no podemos cambiar.

      ─¿No piensas que en un mundo obsesionado con el control, aceptar el destino puede parecer una idea contraintuitiva? ¿Y que, quizás, en esa rendición consciente es donde comienza una libertad más profunda? Probablemente ahí está la libertad de vivir con autenticidad, de estar en paz con uno mismo y de avanzar, incluso en medio de la incertidumbre.

      Selena hizo uno de sus gestos favoritos, moviendo el pelo, cabeza y ojos y dijo:

      ─Sí, sí... Aceptar los designios del destino, en última instancia, es aceptar la vida tal como es —y a nosotros tal como somos— con todo lo que eso implica. En esa aceptación se esconde el verdadero camino hacia la madurez, la paz interior y la plenitud personal.

viernes, 1 de agosto de 2025

El Dolmen de Menga y las Pirámides

      No sabía que mi amiga Selena tenía tantos conocimientos del antiguo Egipto. Hoy llegó con unas cartas nuevas, se trataba de una colección de 36 naipes que representaban a otros tantos dioses egipcios. De la mayoría de ellos jamás había oído hablar. Las cartas eran representaciones simbólicas de los dioses sobre papiros adornados por tiras de jeroglíficos; muy bonitas.

      Me habló de esa baraja como sistema de adivinación más antiguo que el Tarot y de ahí nos desviamos en nuestra conversación hacía la construcción de las pirámides.

      ─¿Cómo fueron construidas? ─le pregunté.

      Me echó una mirada conmiserativa enarcando una ceja de modo casi ofensivo y respondió preguntando:

      ─¿Y por qué tanta curiosidad por el método constructivo de las pirámides y ninguna curiosidad por el Dolmen de Menga que fue construido aquí más de mil años antes? Esa es una especie de afectación, o un tipo esnobismo, que me molesta. ¿O es una pasión ingenieril...? No sé...

      Debí poner cara rara y ella siguió hablando:

      ─Casi ahí al lado, en Antequera, provincia de Málaga, se alza una de las construcciones megalíticas más imponentes de la Europa prehistórica: el Dolmen de Menga. Levantado hace unos 5.700 años, este monumento funerario no solo destaca por su antigüedad, sino también por los desafíos constructivos que implicó su levantamiento. Curiosamente, estas dificultades técnicas resultan, en muchos aspectos, aún más sorprendentes si se comparan con las de las famosas pirámides egipcias, construidas más de un milenio después.

      ─¿En el Torcal? ─pregunté.

      ─Sí, allí. El Dolmen de Menga es una tumba megalítica que está formada por enormes ortostatos, que son bloques verticales y un techo formado por losas colosales, algunas de más de 180 toneladas. Creo recordar que la estructura está compuesta por 32 bloques de piedra, la mayoría de los cuales supera las 50 toneladas, ¡cincuenta toneladas! Lo asombroso es que estos bloques fueron transportados desde una cantera situada a unos 1,5 kilómetros del lugar, sin ruedas, poleas ni herramientas metálicas.

      ─Sí, tienes razón, pero no me negarás que, las pirámides de Egipto, como la Gran Pirámide de Guiza, también son logros arquitectónicos realizados por auténticos titanes.

      Selena respondió con celeridad:

      ─Sí, sí, pero hay diferencias muy significativas: los egipcios contaban con una sociedad jerarquizada, con mano de obra especializada, con herramientas de cobre y una estructura estatal que les permitía organizar campañas de construcción a gran escala. Además, muchas de las piedras empleadas eran más pequeñas —de entre 2 y 15 toneladas— y los sistemas de rampas, rodillos y trineos les permitían transportar y elevar los bloques con mayor eficiencia. En cambio, los constructores del Dolmen de Menga operaban de manera mucho más rudimentaria. Era una sociedad agrícola del Neolítico, sin escritura, sin una organización centralizada comparable al Estado faraónico y sin conocimientos avanzados de geometría o ingeniería. Aun así, lograron tallar, transportar y ensamblar bloques gigantescos con una precisión que, aún hoy, sigue maravillando a arqueólogos e ingenieros. Pero a mí lo que me parece verdaderamente fascinante es que, pese a la falta de medios técnicos, la construcción del dolmen fue posible gracias a un profundo conocimiento empírico de la física, la colaboración comunitaria y una impresionante determinación colectiva. Si las pirámides egipcias son monumentos al poder y la organización estatal, el Dolmen de Menga lo es al ingenio anónimo y al esfuerzo cooperativo de comunidades prehistóricas.

      ─Habrá que volver a Antequera ─añadí.

miércoles, 30 de julio de 2025

¿Hacia un Colapso Silencioso?

      Esta mañana hablaba con mi amigo el pastor Cooper George Wright de Nueva Zelanda. Él me comentaba que vivimos inmersos en una transformación demográfica sin precedentes. Y que las sociedades modernas, especialmente en el mundo desarrollado, están envejeciendo a un ritmo acelerado. Este fenómeno, lejos de ser un mero dato estadístico, configura lo que algunos autores llaman la “civilización de la jubilación”. Esta nueva etapa histórica es ─sin duda─ hija natural de la sociedad industrial: los avances en salud, alimentación, condiciones laborales y tecnología han extendido notablemente la esperanza de vida. Pero con esta conquista surgen también nuevos desafíos sociales, económicos y culturales que apenas comenzamos a comprender en toda su magnitud. Recalcó que allá en las antípodas sucede exactamente lo mismo que aquí en Europa.

      Le indiqué ─que a mi modo de ver─ una de las principales consecuencias de esta civilización es el impacto en la economía. Una sociedad dominada por personas mayores tiende a perder dinamismo: se reduce el consumo, la inversión y la innovación. La creatividad da paso a la estabilidad, y el riesgo se vuelve una amenaza en lugar de una oportunidad. Además, el sostenimiento de los sistemas de pensiones y salud se vuelve cada vez más complejo, con menos jóvenes activos para sostener una estructura de beneficios en expansión.

      A esto se suma la presión de los mercados financieros, que imponen lo que el texto original llama una “ley de hierro”: ajustes, recortes y reformas que a menudo afectan directamente a quienes más dependen del Estado. El poder de las finanzas globales, en este contexto, limita la capacidad de los gobiernos para implementar políticas públicas duraderas y justas. Se genera así una tensión constante entre lo que se necesita socialmente y lo que se “permite” económicamente.

      El pastor Cooper insistió en que el envejecimiento también tiene efectos más sutiles, pero igual de significativos, en el plano cultural. Las sociedades envejecidas tienden al conservadurismo, al repliegue y a la autorreferencialidad. Se vuelve más difícil promover el cambio, arriesgar, innovar. Aunque pueden parecer más tranquilas y ordenadas, estas sociedades pueden estancarse, perdiendo el impulso vital que proviene de la juventud y la diversidad generacional.

      Paradójicamente, buena parte del equilibrio actual se sostiene gracias a la globalización. Pero esta mundialización, no es inocente: trae consigo dependencias, desigualdades y desequilibrios que no pueden ser ignorados. La economía global compensa algunos efectos del envejecimiento en los países ricos, pero también profundiza brechas y genera tensiones sociales y políticas.

      Le comenté que frente a este panorama, las soluciones actuales resultan claramente insuficientes. Pequeñas reformas, medidas simbólicas o ajustes técnicos no bastan. Se necesita un enfoque integral, valiente y, sobre todo, capaz de romper con ciertos tabúes. ¿Por qué no repensar la edad de jubilación? ¿Por qué no fomentar activamente políticas de natalidad? ¿Por qué no considerar una inmigración selectiva que renueve el tejido social y laboral?

      En definitiva ambos hemos coincidido, en que la “civilización de la jubilación” representa un punto de inflexión. O nos atrevemos a abordarla desde una perspectiva global, demográfica, económica y cultural, o corremos el riesgo de presenciar, sin actuar, un colapso lento pero seguro de nuestras estructuras sociales. El desafío está planteado. 

      ¿Estamos dispuestos a afrontarlo?

lunes, 28 de julio de 2025

Cruzar la niebla


     Todos sabemos que hay momentos en la vida en los que todo parece cubierto de niebla. No vemos con claridad el camino, dudamos de nuestras decisiones, y la incertidumbre nos paraliza. En esos momentos, mucha gente, espera a que llegue la claridad total antes de actuar. Pero ¿y si la claridad no llega hasta que comenzamos a movernos?

      Ayer leí una bonita reflexión que anoté: «El camino hacia adelante siempre existe, y con cada paso que des, la niebla se irá disipando poco a poco. Cruzar la niebla requiere coraje y fe, que provienen de la confianza en tus habilidades y la esperanza en el futuro. Incluso si no puedes ver claramente el camino, da el siguiente paso.»

      Para mí este mensaje encierra una verdad poderosa. La niebla ─metáfora de nuestras dudas y miedos─ no se disipa con la espera, se disuelve mientras caminamos. Cada paso que damos no solo nos aproxima a nuestro destino, sino que también nos da una visión más clara del terreno que estamos pisando.

      El pequeño párrafo nos habla de coraje y fe, dos virtudes fundamentales para avanzar en medio de la incertidumbre. Pero no se trata de fe ciega, sino de una confianza activa: en nosotros mismos, en nuestras capacidades, y en que el futuro guarda posibilidades valiosas, incluso si no las vemos ahora. Es esa pequeña llama de esperanza la que nos impulsa a no quedarnos detenidos.

      Estamos inmersos en un mundo que a menudo exige resultados y respuestas inmediatas, y esta reflexión nos recuerda que el crecimiento ocurre en movimiento. Las respuestas se revelan en el camino, no antes. Es al actuar cuando descubrimos nuevas posibilidades, desarrollamos fortalezas y aprendemos a navegar por la vida con soltura y paciencia.

      Así que si hoy estemos rodeados de niebla, no nos quedemos esperando. Demos un paso. El camino hacia adelante no desapareció: solo está cubierto por nuestras dudas. Confiemos, avancemos, y veremos cómo, poco a poco, todo empieza a tomar forma.

      Demos el siguiente paso. La claridad llegará.

domingo, 22 de junio de 2025

Una hora que vale oro


      Ser cuidador a tiempo completo de mi esposa, que padece una enfermedad neurodegenerativa, es una experiencia que desborda todo lo que uno podría haber imaginado. No solo cambia la rutina, sino la vida entera. El tiempo se mide de otra forma. Las prioridades también. Todo gira en torno a ella: su bienestar, sus cambios, sus silencios, sus días buenos… y también los difíciles.

      Pero cuidar, por más que lo haga con todo el amor, cansa. No lo digo con queja, sino con honestidad. Hay gestiones que no se detienen, compras que hay que hacer, un poco de descanso que el cuerpo y la mente piden casi en silencio. Y a veces, una hora puede ser lo único que uno necesita para seguir adelante.

      Hace poco, me atreví a pedir ayuda. No fue fácil. Uno teme incomodar, pedir demasiado, mostrarse vulnerable. Pero lo hice. Y una persona respondió.

      Una persona —y ella sabe quién es— nos está regalando una hora de su tiempo. Una hora que, para muchos, podría parecer mínima. Pero para nosotros es todo un mundo. Juega con mi esposa, le habla con cariño, la acompaña. Y en ese rato, yo respiro. Salgo a hacer una gestión, a la farmacia, a comprar algo urgente… o simplemente a no hacer nada durante unos minutos. Esas visitas han traído aire a nuestra casa. Luz. Presencia.

      Quiero agradecerle de corazón. Por estar, por venir, por hacer que ese tiempo se transforme en un acto de humanidad profunda. Porque lo que hace no es solo jugar una partida de dominó o de parchís: es sostenernos. A los dos. En silencio, sin alardes. Con bondad.

      Y quizá, solo quizá, este agradecimiento sirva también como un pequeño gesto de apertura. Tal vez haya alguien más, entre nuestras amistades, que lea estas palabras y sienta que podría regalarnos también una hora. Solo una. No para grandes cosas, ni todos los días. Solo para estar. Para acompañar. Para ayudarnos a sostener esta vida que, aunque hermosa, a veces pesa muchísimo.

      Una hora a la semana. No es mucho, creo. Pero cuando se da con cariño, puede valer oro.

Gracias. De corazón.

Ignacio

sábado, 21 de junio de 2025

Para leer cada mañana

      

      No es mi costumbre poner aquí, en mi blog, escritos de esos encontrados en Internet sin autor conocido, pero hago hoy una excepción con este que sigue y que me ha llamado mucho la atención. Quizá porque, sin proponérselo, dice verdades que muchos pensamos y pocos nos atrevemos a verbalizar. Habla del tiempo —ese bien tan escurridizo y cada vez más valioso con los años—, de cómo cambian nuestras prioridades cuando entendemos que la vida no es eterna, y de la sabiduría que solo la experiencia puede entregar. Este texto, con buen cargamento de sensibilidad y reflexión, creo que no pretende aleccionar, sino recordar. Y nos recuerda que la felicidad no está en acumular cosas, ni en vivir para los demás descuidándonos a nosotros mismos, sino en disfrutar lo simple, en soltar lo que pesa, y en amar más ligero y más presente. 

      Me conmovió también porque, en su aparente sencillez, guarda una gran verdad: no somos eternos, pero todavía estamos a tiempo. A tiempo de reír, de perdonar, de disfrutar un café, de abrazar a quien amamos. Ojalá a vosotros también os deje algo. 

      Aquí va:


LO QUE APRENDÍ CUANDO ENTENDÍ QUE EL TIEMPO YA NO ME SOBRABA

      Un día te despiertas y, sin darte cuenta, la vida ya no te espera como antes. Ya no tienes veinte, ni treinta. Quizá ya pasaste los 60… y aunque aún queda camino por recorrer, sabes que los años por venir no son para acumular cosas, sino para sentir, disfrutar y soltar.

      Aprendí —no sin tropezar— que uno no se lleva nada cuando parte. Ni el dinero guardado, ni las cosas que tanto costaron. Por eso hoy gasto lo que deba ser gastado, no por capricho… sino por bienestar. Disfruto lo que tengo y, si puedo, comparto con quienes lo necesitan. Porque al final, dar también es vivir.

      He dejado de preocuparme por lo que pasará cuando ya no esté. Cuando me convierta en polvo, ni las flores ni los olvidos me cambiarán el destino. Lo único que cuenta es cómo vivo este instante.

      Y créeme: ahora es el momento para disfrutar. Ya no es tiempo de vivir por y para los hijos. Ellos tienen su propio camino que aprenderán a recorrer, como tú lo hiciste.

      Lo que me queda —y me llena el alma— es el amor de mis nietos: consentirlos, abrazarlos, reír con ellos como si el mundo se detuviera. Ellos son mi recompensa silenciosa.

      La vida no puede ser solo trabajo, facturas y preocupaciones. Ya no corro tras el reloj, ahora lo abrazo. Despierto cada día con el deseo de estar en paz, sin enojos, sin rencores, sin prisas.

      No espero demasiado de nadie… y menos de mis hijos. No por desilusión, sino por comprensión. Tienen su mundo, su caos, sus urgencias. He visto familias que se deshacen por herencias que aún no han sido entregadas. Por eso decidí que la verdadera riqueza que quiero dejar… no es una propiedad, sino un recuerdo feliz.

      Si ya pasaste los 65, cuida tu salud más que tu dinero. No sigas cavando tu tumba trabajando en exceso. De mil hectáreas de arroz, solo necesitas ½ taza al día. De mil mansiones, solo ocupas 8 metros cuadrados para dormir. Entonces… ¿para qué tanto?

      La vida es corta y es una sola. No te compares. No midas tu éxito por los logros de tus hijos ni por tu cuenta bancaria. Mejor invítalos a buscar su propia felicidad, su paz interior, su salud.

      Y tú… tú también encuéntrala.

      Haz cosas que te alegren el alma. Un café, un paseo, una canción vieja, un chiste tonto. Un día sin sonreír… es un día perdido.

      Y si la enfermedad aparece —como visitante inesperada— enfréntala con ánimo. El cuerpo sana con medicina, pero el alma sana con alegría.

      Cuida tu carácter, muévete, come bien. Toma tus vitaminas si hace falta. Pero sobre todo: rodéate de amor, gratitud y buena compañía. Dicen que cuando uno pierde el techo… gana las estrellas. Y es cierto.

      No dejes pasar las oportunidades. El río de la vida no devuelve el agua que ya pasó. Cada minuto vale oro… pero solo si lo usas bien.

      No te enamores solo de la apariencia, porque el tiempo la borrará. Y no busques perfección en nadie. Busca a alguien que te valore como eres. Y si no lo encuentras… disfruta tu soledad, que es mejor que una mala compañía.

      Cree en Dios —como tú lo entiendas— y mientras puedas, vive con todo lo que tengas. Porque al final… nadie te dará las gracias por haber renunciado a tu felicidad. Y tú mereces ser feliz.

      ¡Qué la salud y el bienestar te acompañen siempre!

viernes, 20 de junio de 2025

Minimalismo y silencio en el comer


      Esta mañana hablaba con mi amigo Kimura del concepto japonés de "Washoku" en la cocina. Él destacaba varios puntos clave de esta idea; el del “Washoku” como cultura gastronómica integral, referido a la gastronomía y cultura gastronómica. Y puntualizó que abarca aspectos sociales y espirituales como el arte de servir, el respeto, la convivencia, la hospitalidad, las reglas de etiqueta y el estilo de vida.

      También decía que entre los elementos adicionales del “Washoku” está la organización, el cuidado de la presentación y el respeto por los alimentos, junto con expresiones ceremoniales como "itadakimasu", "mottainai" y "gochisosama". Añadió que la idea del “Washoku” también compendia las técnicas tradicionales de conservación y valoración de los productos, así como la protección y promoción de las materias primas locales.

      Terminó comentándome que la cultura del “Washoku” es muy relevante para el fortalecimiento y la cohesión social del pueblo japonés, contribuyendo a un sentido de identidad y pertenencia.

      Le comenté que en España tenemos algunas similitudes, pues nos preocupa ─cada día más─ lo que podríamos denominar la cultura del producto fresco, pues aquí se valora el uso de ingredientes de temporada y locales, sobre todo en la dieta mediterránea. También cultivamos en valor social de la comida, como en Japón, comer en familia o con amigos tiene un gran valor cultural. Y hay un sentido, cada vez mayor, del patrimonio gastronómico; ambas tradiciones reflejan una identidad nacional profunda.

      Le añadí que en ciertos aspectos vamos evolucionando hacia la idea del “Washoku” y le destaqué que cada día aumentamos nuestra conciencia nutricional y el interés por dietas equilibradas. E, incluso, hay una mayor presencia de ingredientes asiáticos y de cocina ligera. Y vamos viendo una revalorización de las legumbres, verduras, y técnicas más saludables.

      Respondió que él piensa que aún debemos reducir bastante el consumo excesivo de carne y azúcar y también tenemos que controlar mejor el control de las porciones y equilibrio entre los platos.

      Y riendo a carcajadas me dijo:

      ─Y, desde luego tenéis que aumentar mucho vuestra apreciación del minimalismo y del silencio en el momento de comer.

      También me reí y le dije que reflexionaría sobre el asunto.

miércoles, 11 de junio de 2025

Hablando con las paredes

       En los últimos días he recibido varios mensajes de amigos preocupados porque notan que no escribo nada en el blog "Mis cosas". Mi única señal de vida parece reducirse a los habituales saludos diarios por WhatsApp. No quiero que penséis que me faltan temas; al contrario, sobran. En estos tiempos delicados que vivimos, basta con encender cualquier noticiario o abrir un periódico para que los asuntos salten como liebres asustadas.

       Mi silencio no es por falta de ideas, sino por algo más íntimo: una pereza comunicativa que nace de lo personal. Me falta ese tiempo sereno y pausado tan necesario para escribir con el corazón y la cabeza. Algunos días lo intento, pero siempre surge algún obstáculo, y mi mente termina perdiéndose por los cerros de Úbeda. Sin embargo, hoy he querido sobreponerme a todo eso y, con mucho esfuerzo, he decidido venir a poner algunas palabras.

      Quizás los años empiezan a pesar demasiado. Tal vez empiezo a mirar a mi alrededor con cierta desgana, con una pizca de pesimismo. Es posible que haya perdido el entusiasmo por cosas que hace apenas unas semanas me apasionaban. Puede que mis biorritmos anden desajustados… no lo sé.

       O quizás sí lo sé.

       Ayer hablé por teléfono con un amigo de la infancia que atraviesa una situación muy parecida —o incluso más difícil— que la mía. Él también cuida de su esposa enferma. Se lamentaba, como yo a veces, de ejercer un papel para el que nadie nos preparó: cuidadores de tiempo completo, sin formación, sin fuerzas, tirando del cuerpo como podemos. Hay días malos, y otros en los que intentamos —sin mucho éxito— sonreírle a la vida, aunque solo logremos dibujar una mueca de dolor en el aire.

       Algunos me han sugerido que escriba sobre esto, sobre lo que nos ocurre a tantos miles. Pero no me siento con ánimo ni con valor. Para hacerlo tendría que describir momentos que no deseo —en absoluto— retratar. Aún no ha llegado ese momento. Y no sé si alguna vez llegará.

       Mientras tanto, seguiré intentando escribir. Decir, al menos, que sigo aquí. Como “El Ermitaño”, esa carta del tarot de mi amiga Selena —la número IX—, refugiado en la introspección, en la cocina, poniendo lavadoras… o hablando con las paredes.

miércoles, 30 de abril de 2025

El apagón que apagó algo más que la luz

      Ciberataques, fenómenos atmosféricos extraños, incompetencia, se ha ha hablado incluso de experimento sociológico sobre situaciones extremas, también lo han explicado como un acto de provocación de las eléctricas por el otro apagón: el nuclear. Nos han bombardeado con la frase: «Oscilación muy fuerte del flujo de potencia de redes». Y de Portugal nos venían otras palabras antológicas: oscilaciones anómalas en las líneas de muy alta tensión”, atribuidas a un raro fenómeno conocido como “vibración atmosférica inducida”.

      También me viene ahora a la cabeza el recuerdo de hace varios días. Leí a un pretendido experto que pontificaba sobre la imposibilidad de una apagón general debido a que nuestra red eléctrica es un sistema “encapsulado”. En fin...

      Todos recordaréis que el siglo XXI arribó prometiendo redes inteligentes, resiliencia energética (algunos dicen que eso de la resiliencia energética es una estrategia concebida para garantizar un suministro de energía estable y fiable) y una sociedad hiperconectada. Nos vendieron un futuro blindado frente a fallos, eficiente, automatizado y sostenible. Pero el reciente apagón que sumió a la península ibérica en la oscuridad durante horas ha encendido una alarma: el futuro prometido no está garantizado, y la realidad es mucho más frágil de lo que imaginamos.

      No se trató sólo de una interrupción eléctrica. Fue un colapso en cadena: hospitales paralizados, ciudades incomunicadas, servicios esenciales suspendidos, caos en las comunicaciones y una ciudadanía atrapada en la incertidumbre. Lo más preocupante, sin embargo, no fue la oscuridad en sí, sino el desconcierto posterior: la ausencia de explicaciones claras, de responsabilidades asumidas, de respuestas a la altura del fallo.

      Este apagón ha sido un reflejo incómodo de nuestras prioridades como sociedad. Hemos confiado ciegamente en sistemas automatizados y redes digitalizadas sin exigir, en paralelo, garantías mínimas de funcionamiento, de mantenimiento y de respaldo. Hemos comprado la narrativa de la transformación energética sin asegurar primero que las luces permanezcan encendidas.

      La digitalización y la transición energética no pueden ser solo palabras bonitas en una rueda de prensa. Son promesas con consecuencias reales. Promesas que, si no se cumplen con rigor y planificación, se convierten en riesgos. Porque una sociedad hiperconectada es también hiperdependiente. Cuando todo está interrelacionado, cualquier fallo, por pequeño que sea, puede generar un efecto dominó devastador.

      Además, no podemos ignorar que en un contexto global marcado por amenazas híbridas y crecientes tensiones geopolíticas, nuestras infraestructuras críticas —energía, agua, transporte, comunicaciones— se han convertido en blancos estratégicos. La posibilidad de un ciberataque o de una manipulación externa no es ciencia ficción. Es un riesgo real. ¿Estamos preparados? Este apagón sugiere que no.

      Pero la raíz del problema no es solo técnica. Es política. Es institucional. Es moral. La gestión de este episodio ha dejado en evidencia una mezcla peligrosa de negligencia, arrogancia y complacencia. Y esa mezcla es incompatible con un Estado moderno y con ciudadanos que, con razón, exigen algo más que disculpas tibias: exigen transparencia, responsabilidades claras y reformas profundas.

      Porque este no ha sido solo un fallo técnico: ha sido un quebranto de confianza. En plena era de la información, la opacidad mata. Y cuando el ciudadano percibe que ni siquiera puede confiar en que haya luz al final del túnel —literal y metafóricamente—, la democracia misma se resiente.

     Y hay una dimensión aún más delicada: la justicia social. En momentos como este, quienes más padecen son los más vulnerables. Personas mayores atrapadas en ascensores. Pacientes sin asistencia médica adecuada. Zonas rurales completamente aisladas. Familias sin medios para afrontar emergencias. Eso de la resiliencia energética no puede ser un lujo para unos pocos, sino un derecho básico para todos.

      El apagón nos ha enseñado, a la fuerza, una lección que no podemos olvidar: la civilización moderna no se sostiene sobre promesas de futuro, sino sobre estructuras sólidas, fiables y humanas. Y hoy, esa estructura ha demostrado estar hecha de humo.

      No basta con declarar que esto no puede repetirse. Hay que actuar. Con auditorías independientes, con inversiones reales, con gestión pública responsable. Porque lo verdaderamente inadmisible no es que se haya apagado la luz. Lo inadmisible es que sigamos sin respuestas mientras las sombras se alargan.

lunes, 21 de abril de 2025

Francisco: un pastor entre luces y sombras

      Escribo con rapidez, sin pensar mucho. He salido de compras y cuando he vuelto me he dado de bruces con la noticia: el papa Francisco ha muerto. Creo sinceramente que el papa Bergoglio deja detrás de sí una Iglesia más viva, más incómoda y más interpelada. No ha sido un pontífice de fórmulas ni de brillos, sino un pastor con polvo en los zapatos, que entendió el valor del silencio tanto como el peso de la palabra.

      Su llegada al papado en 2013 fue una bocanada de aire fresco para una institución asfixiada por sus propios ritos y contradicciones. Fue el primer hispanoamericano en ocupar el trono de Pedro, pero nunca pareció cómodo con él. Eligió la sencillez del nombre Francisco, y desde entonces marcó distancia con el boato, prefiriendo hablar de periferias, pobreza, y misericordia. Más que proponer una nueva doctrina, sacudió conciencias.

      Lo suyo, su papado, ha sido una renovación sin espectáculo. Se enfrentó con coraje a los abusos sexuales dentro de la Iglesia, aunque a veces con pasos más lentos de lo esperado. Dudó, corrigió, escuchó. No buscó la perfección, sino la verdad, aunque doliera. Su valentía no fue la del que impone, sino la del que se atreve a cambiar de opinión.

      Francisco ha incomodado a muchos, tanto de dentro como de fuera. Sus palabras sobre la emigración, el medio ambiente, la economía que “mata” y el clericalismo que ahoga, golpeó a muchos nervios sensibles. Pero también supo callar cuando otros hubieran hablado por impulso. En sus silencios hubo más de una respuesta. En sus grises, una humanidad que pocos líderes religiosos se atreven a mostrar.

      No fue infalible. Fue hombre. Y eso, tal vez, es lo que más lo acercó a los suyos.

      Hoy la silla de Pedro queda vacía. Pero su huella permanece en los márgenes, en las villas, en los gestos pequeños. Francisco no buscó que lo sigan como a un santo, sino que cada uno cargue con su cruz. Sin espectáculo. Sin escapismo. Solo fe, y dudas. Como él.

      Descanse en paz.

viernes, 18 de abril de 2025

Demasiada opinión, poco cerebro

      Hace pocos minutos he tenido una conversación muy interesante con el pastor Cooper George, hemos pasado un rato estupendo conversando sobre lo que él llama la “sacro-santa opinión”. Decía que allí, en las antípodas, sucede lo mismo que aquí con pocas variantes, el opinar se ha convertido es una especie de mística que está, incluso, por encima de la verdad.

      Comentamos que hoy todo el mundo tiene una opinión y, al parecer, todas valen lo mismo. Da igual si están bien pensadas o sacadas de un “meme”. Da igual si contradicen los hechos. Basta con decir “yo opino que…” y ya está: blindaje automático, debate cancelado. La opinión se ha convertido en una especie de becerro de oro moderno. Y lo peor es que muchos lo adoran sin hacerse una sola pregunta.

      Le dije que a mí me parecía que antiguamente, opinar implicaba haber reflexionado un poco, saber de qué hablabas, tener argumentos. Hoy, en cambio, basta con tener emociones. Se confunde “esto me molesta” con “esto está mal”. Se confunde “yo lo veo así” con “esta es la verdad”. Y cuando todo el mundo opina, pero casi nadie razona, el ruido tapa cualquier intento de pensar con claridad.

      Contestó que, desde luego, no es que esté mal tener opiniones —eso sería absurdo—, pero sí está mal que se hayan convertido en dogmas personales. Intocables. Irrefutables. Como si el simple hecho de que algo se te ocurra le diera valor. El resultado es que el debate se ha vuelto una batalla de egos en lugar de una búsqueda común de verdad. ¿Y los hechos? Bien, gracias. Esperando que alguien los consulte.

      Coincidimos en que, además, cada vez que alguien intenta argumentar, matizar o cuestionar algo con lógica, se le acusa de “intelectual”, “soberbio” o “elitista”. Como si usar la cabeza fuera un defecto. Como si pensar estuviera pasado de moda. Pero sin pensamiento crítico, sin razonamiento sólido, lo único que nos queda es un festival de opiniones lanzadas como si fueran piedras.

      Y ojo: esto no solo es molesto, es peligroso. Porque cuando se deja de valorar la verdad, cualquier disparate puede tomar fuerza. Cuando el razonamiento pierde valor, gana terreno la manipulación. Y cuando el debate se sustituye por el “yo tengo derecho a opinar”, da igual si lo que dices tiene sentido o no.

      Concluimos en que la cuestión es que estamos saturados de opinión. Pero lo que falta es pensamiento. Falta humildad para aceptar que no siempre tenemos razón. Falta curiosidad por contrastar ideas. Falta respeto por el conocimiento y por quienes se esfuerzan en construir argumentos de verdad.

       Para nosotros está claro que no todo lo que uno piensa merece ser aplaudido. Y no, tener una opinión no te hace automáticamente interesante. Pensar bien, eso sí que escasea. Y eso, justo eso, es lo que deberíamos empezar a valorar otra vez.

jueves, 3 de abril de 2025

Soltar las cargas


Hoy es uno de esos días grises. De esos en los que la lluvia golpea la ventana con una cadencia hipnótica y el cielo parece aplastarte con su peso. Hay momentos en los que la vida se siente así, como una interminable cuesta arriba, un esfuerzo constante por llegar a una cima que ni siquiera sé si quiero alcanzar.

      Selena llegó pronto hoy, con sus prisas habituales. Le leí el párrafo anterior, lo único que he alcanzado a escribir. Se quedó pensativa haciendo un exagerado visaje doblando sus labios y dijo:

      ─¡Uf! ¡Eso me huele demasiado a seis de espadas! Mira, yo estaré aquí, callada, jugando con mis cartas, sin mirarte, y tú sigue escribiendo, no te voy a estorbar, ¿vale?

      ─¿Cómo?, no sé si podré estando tú ahí delante.

      ─¡Venga, olvida que estoy aquí! ─exclamó en plan conminatorio.

      Mastiqué el bolígrafo y estuve pensado un rato. Intenté seguir el escrito.

Me pregunto cuántos de estos pasos son realmente míos y cuántos son solo el eco de las voces que me han acompañado desde siempre. "Tienes que esforzarte más", "No puedes rendirte", "Debes llegar más alto". Frases dichas con buenas intenciones, pero que se han convertido en cadenas invisibles. Y me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo cargando con expectativas que no son mías.

A veces pienso que este peso lo fui aceptando sin cuestionarlo, como quien se acostumbra a una mochila demasiado llena y olvida cómo se siente caminar ligero. Pero hoy, mientras miro la lluvia resbalar por el cristal, siento el cansancio de los años acumulados, de los “deberías” impuestos, de las metas que nunca me pregunté si eran realmente las mías.

      De nuevo me detuve a pensar.

¿Qué pasaría si me detuviera? Si sacudiera los hombros y dejara caer todo lo que no me pertenece. ¿Si soltara la carga y me atreviera a caminar sin ese peso?

Da miedo. Porque sin esa carga, ¿quién soy? Si dejo de perseguir lo que otros esperan, ¿qué queda de mí? Pero tal vez, solo tal vez, lo que queda es lo más auténtico, lo más real.

Hoy, en este día gris, no tengo todas las respuestas. Pero sí sé que estoy cansado de subir montañas que no elegí. Y tal vez, solo por hoy, me permito imaginar cómo se sentiría caminar sin ese peso.

Tal vez la lluvia no solo moje, sino que también limpie.

      Me quedé parado y vi que Selena tenía un perfecto abanico de las 78 cartas desplegado en la mesa y dijo:

      ─Elige la que tú quieras, una sola.

      Iba a coger una de las de las situadas a la mitad, pero cuando mi mano se acercaba a una posición central, la desvié ─casi de forma involuntaria─ y opté por una que estaba casi en el extremo de la derecha. La arrastré lentamente y la mantuve oculta. Me quedé mirando muy fijo a mi amiga. Ella dijo:

      ─Dale la vuelta.

      ¡Era el seis de espadas invertido!