miércoles, 10 de diciembre de 2025

Sobre lo que hacemos y por qué lo hacemos


      Le doy vueltas a lo que ayer decía en mi artículo (Tres claves para darle rumbo a la existencia). Más o menos, deseaba expresar que si observamos nuestra vida con un poco más de distancia, vemos que casi todo se sostiene sobre tres verbos: hacer, aprender y disfrutar. El primero empuja a los otros dos. Hacemos para avanzar, pero también para descubrir. Cada acción, por pequeña que sea, nos enseña algo: cómo reaccionamos, qué nos interesa, qué nos cansa y qué nos despierta. Hacer nos convierte en personas que cambian.

      Es verdad que a veces parece que vivimos en movimiento continuo. Hacemos tareas, resolvemos problemas, pensamos en lo que viene después y, cuando por fin paramos, seguimos dándole vueltas a algo. Incluso en sueños seguimos en acción. Ese impulso de hacer es tan natural que rara vez lo cuestionamos. Pero quizás vale la pena detenerse un momento y pensar qué hay detrás.

      Nuestra capacidad de acción es casi ilimitada. No somos como un árbol, fijo en un lugar. Podemos movernos, imaginar, proyectar, planificar, equivocarnos y volver a empezar. Cambiamos nuestro entorno y a veces también a nosotros mismos. Esa energía que a veces se parece a un hormiguero inquieto tiene un sentido cuando la miramos con calma: el hacer es la puerta de entrada a lo que aprendemos y a lo que llegamos a disfrutar.

      Muchas veces creemos que hacemos por obligación: trabajar, mantener la casa, cumplir con lo que toca. Y es cierto que hay acciones necesarias. Pero incluso después de cubrir lo básico seguimos moviéndonos. Creamos, buscamos retos, modificamos lo que no nos convence. Ese impulso no es caprichoso. Tiene que ver con una necesidad más profunda: la de darle forma a nuestra vida.

      Hacer no siempre significa producir más. A veces es simplemente prestar atención, probar algo nuevo o dar un paso que nos dé un poco de claridad. Cuando actuamos, abrimos espacio para aprender. Y cuando aprendemos, aparece la posibilidad de disfrutar. No como un premio final, sino como algo que surge cuando vemos sentido en lo que hacemos.

      Al final, nuestro propósito no suele estar intentando lograr grandes metas. Está en lo que hacemos cada día. En cómo nos relacionamos, en lo que intentamos mejorar, en lo que nos atrevemos a explorar. Hacer, aprender y disfrutar no son tres tareas separadas, sino un mismo camino que se va construyendo mientras lo andamos, ¿no?

martes, 9 de diciembre de 2025

Tres claves para darle rumbo a la existencia


      Mi vida, y mañana se cumple un mes, ha dado un vuelco radical. Ahora dedico ─sin querer a veces─ mucho tiempo a eso de tratar de entender la existencia. A lo largo de la vida, casi todos nos hemos preguntado alguna vez para qué estamos aquí. La cuestión aparece en momentos de calma, en días complicados o incluso en situaciones cotidianas. A veces encontramos una respuesta momentánea. Otras veces preferimos no pensar demasiado y seguir con nuestras rutinas. Pero la pregunta vuelve, porque forma parte de nuestra naturaleza. ¿No les ocurre a ustedes también?

      Y siempre, antes de buscar un sentido concreto, surge otra duda previa: ¿tiene la vida algún sentido?

      Si pensáramos que no lo tiene, nada importaría demasiado. Nuestras acciones serían como un juego sin normas ni objetivo. Un juego sin campo, sin equipos y sin marcador, con millones de personas moviéndose sin rumbo. Esa idea, llevada al extremo, nos muestra lo estéril que sería vivir sin asumir al menos una pequeña finalidad. Por eso tiene sentido empezar creyendo que la vida sí posee un propósito, aunque este no siempre sea evidente.

      Una vez aceptado esto, llega la gran pregunta: si la vida tiene un sentido, ¿cuál podría ser? Pienso que la respuesta no necesita ser complicada. La vida puede entenderse como una oportunidad para hacer cosas, aprender y disfrutar. Estas tres ideas abarcan lo esencial y ayudan a orientar nuestras decisiones.

      Hacer cosas significa actuar. Implica movernos, crear, trabajar, mejorar nuestro entorno o participar en él. No hace falta que sean grandes logros. A veces basta con realizar pequeñas acciones que nos permitan avanzar, sentirnos útiles o simplemente mantenernos en movimiento.

      Aprender es otra parte fundamental. La vida cambia, nosotros cambiamos y siempre hay algo nuevo que descubrir. Aprender no solo se refiere a estudiar. También incluye observar, escuchar, equivocarse, probar y adaptarse. Cada experiencia amplía nuestra manera de ver el mundo y nos ayuda a entendernos mejor.

      Por último, disfrutar es un elemento que suele olvidarse cuando pensamos en el sentido de la vida. No estamos aquí solo para esforzarnos. También estamos para apreciar lo que nos rodea, reír, compartir, descansar y sentir alegría. El disfrute no siempre llega de grandes acontecimientos. Muchas veces nace de lo sencillo: una conversación, un paseo, un momento de calma.

      Vivir con propósito no requiere una teoría compleja. Basta con combinar acción, aprendizaje y disfrute. Esa mezcla convierte la existencia en un camino lleno de posibilidades. No ofrece una respuesta definitiva, pero sí una dirección clara. Y a partir de ahí, cada persona puede construir su propio significado.

      ¿Es todo así realmente?

viernes, 5 de diciembre de 2025

Arrepentimientos


      Mi amigo japonés Kimura ─que ya ustedes saben que maneja el idioma español muy bien─ me decía esta mañana que la expresión que más le gusta en nuestra lengua es: ¡Menuda puñalada me han dado! Comentaba que hay diversas frases en su país que dicen lo mismo, pero ninguna tiene la expresividad y la fuerza de la “puñalada” española. Después derivó a la cuestión del arrepentimiento, fue una especie de pensamiento encadenado, te dan un puñalada y después el criminal se arrepiente, ¿y los efectos de la puñalada quién se los traga?

      Le respondí que el arrepentimiento es un viejo conocido. Todos lo sentimos alguna vez. Pero en la vejez, especialmente después de los 70 u 80 años, adquiere un sabor especial. A veces suave. A veces amargo. Y a veces tan insistente que parece un estribillo pegajoso que se repite sin parar. ¿Por qué ocurre? ¿Qué pasa por la mente de una persona mayor cuando dice “me arrepiento de…” varias veces al día?

      Después añadí:

      ─La vejez trae un fenómeno universal: la revisión vital. Es como rebuscar en un cajón lleno de recuerdos. Algunos bonitos. Otros, no tanto. La mente hace inventario. Y al hacer inventario, inevitablemente aparecen los “¿y si…?”. Es normal. Pienso que no es un defecto del carácter. Es una etapa más del viaje. Y además, Además, con los años, el tiempo cambia de forma. Ya no se ve como un horizonte infinito, sino como un corredor más corto. Esto hace que muchas decisiones del pasado se vean con una lupa más grande. Algo que en su momento no parecía importante, ahora puede parecer enorme. No porque lo fuese, sino porque ya no hay tiempo para “corregirlo”. O al menos, esa es la sensación.

      Kimura lo pensó un poco y respondió:

      ─Bueno, yo me refería al arrepentimiento de la “puñalada”, ese es otro arrepentimiento. Ese al que tú te refieres también cumple una función emocional. A veces es una forma de hablar. Una manera de pedir escucha. De abrir conversación. De mostrar vulnerabilidad sin decirlo directamente. Cuando una persona mayor dice “me arrepiento de…”, muchas veces está diciendo, en el fondo: “necesito contarte algo”, “quiero sentirme acompañado”, “quiero que mi vida siga teniendo sentido en diálogo con alguien”. Y luego viene la parte humana, quizá demasiado humana: reinterpretarlo todo. En la vejez, uno mira la vida con valores distintos a los que tenía cuando tomó ciertas decisiones. Lo que entonces parecía lógico, hoy puede parecer absurdo. Pero esa reinterpretación no es una sentencia histórica. Es solo la mirada del presente sobre un pasado que no tenía la misma información, ni las mismas emociones, ni los mismos miedos.

      Le contesté en la misma línea que el había marcado:

      ─Eso sí, hay personas que se pasan un poco. O un mucho. Y convierten el arrepentimiento en un hobby. O en un mantra. Lo dicen por costumbre. O por carácter. O porque necesitan poner palabras a una sensación general de nostalgia o de pérdida. No siempre se refieren a hechos reales o graves. A veces es solo un estilo de pensamiento que ha ido cuajando con los años.

      ¿Y qué se puede hacer? Nada heroico. Escuchar. Acompañar. No contradecir a la fuerza. No intentar convencer a nadie de que “en realidad tu vida fue fantástica”. Porque eso suele generar más distancia que alivio. A veces basta con validar. Con preguntar. Con invitar suavemente a recordar lo bueno sin borrar lo difícil.

      Después de una larga pausa ─quizá alguien le habían llamado por teléfono─ dijo:

      ─El arrepentimiento, bien visto, no es un enemigo. Es una forma de seguir dialogando con la propia historia. De darle sentido a aquello que aún duele un poco. De cerrar, al ritmo de cada uno, el capítulo más largo de todos: la propia vida. Y si se comparte con alguien que escucha, incluso puede volverse más ligero. Y hasta, por qué no, un poco más llevadero.

      Escuché como un suspiro y terminó diciendo:

      ─Pero no es ese el arrepentimiento sobre el que yo quería hablar. El arrepentimiento al que quería aludir es al de José Saramago cuando escribió: “Para qué sirve el arrepentimiento, si eso no borra nada de lo que ha pasado. El arrepentimiento mejor es, sencillamente, cambiar”.


viernes, 21 de noviembre de 2025

La paciencia en un mundo acelerado


      Tengo una amiga que es tan impaciente que, si existiera una Olimpiada de la Impulsividad, ganaría oro sin calentar. Hace unos días pensé en ella y me puse a reflexionar sobre este asunto que todos sufrimos y al que se podría denominar arte de no desesperar.

      Vivimos en un mundo que va tan rápido que a veces parece que corre para ningún lado. El móvil suena como si tuviera vida propia. Los pedidos llegan antes de que recuerdes que los hiciste. Las redes sociales te lanzan novedades sin darte tiempo a procesar las anteriores. En medio de este caos la paciencia no es una virtud antigua, es un salvavidas moderno.

      Pensemos en el día a día. Tráfico que no avanza. Colas que no se acaban. Proyectos que prometen pero siempre llegan “la próxima semana”. Y ahí estamos nosotros, enfadándonos por un e-mail que tarda o por un amigo que responde cuando ya habíamos perdido la fe en la humanidad. Pero lo queramos o no este mundo nos obliga a esperar, así que más vale aprender a esperar sin morir en el intento.

      La paciencia también tiene su magia en el trabajo. Todo es urgente, vital, imprescindible. Y aun así, parar un minuto puede salvar un proyecto y salvarte a ti. Reaccionar menos y pensar más suena simple, aunque no siempre lo hagamos. El éxito, ya sea en un negocio o en un sueño personal, no aparece con un clic. Requiere constancia tranquila y más de un café cargado, ¿no es así?

      En las relaciones pasa lo mismo. La gente se equivoca, y claro, nosotros también. A veces las discusiones se lían por tonterías y lo mejor es dejar que la tormenta pase. Con un poco de paciencia entendemos mejor a los demás, y de paso nos volvemos menos incendiarios.

      Y luego está la cosa de nuestra salud mental, la gran sacrificada. El bombardeo constante desgasta. La paciencia nos recuerda que no todo depende de nosotros. Un retraso del metro puede arruinarnos la mañana o regalarnos diez minutos para respirar, leer o simplemente mirar alrededor y recordar que no somos robots.

      La pregunta es: ¿cómo se arregla esto? Con cosas pequeñas. Respirar antes de explotar. Contar hasta diez antes de responder a un mensaje que huele a problema. Hacer mindfulness, taichí o cualquier cosa que nos baje las revoluciones. Dejar el móvil a un lado y abrir un libro. La paciencia no es quedarse quieto, es tomar el control sin perder la calma.

      Y al final surge la pregunta que vale oro: ¿qué ganas con ir siempre corriendo? La paciencia da claridad, te prepara para lo inesperado. Te hace un poco más fuerte y un poco más humano. En un mundo que parece irse de las manos, elegir la calma es casi un superpoder.

      Prueba hoy. Solo un poco. A ver qué pasa. Puede que cambie más de lo que tú crees.

jueves, 20 de noviembre de 2025

Lo superfluo. El viejo vicio que nadie reconoce


      Muy temprano me habló Kimura desde su retiro en su país, comentó que en la conversación anterior con el pastor Cooper nos habíamos olvidado de hablar lo superfluo y que en su opinión eso está muy conectado con lo que tratábamos de lo esencial y de lo accesorio. Y me hizo varias aportaciones muy interesantes.

      Kimura piensa que todo el mundo dice que odia lo superfluo. Claro. Pero nadie quiere admitir que vive rodeado de cosas que no necesita. Es más cómodo mirar al vecino y señalar su exceso que revisar el propio. Él lo deja claro: criticamos lo superfluo mientras nadamos en él.

      A su juicio, la definición de lo superfluo suele ser la misma trampa de siempre. “Es lo que no necesito realmente". Muy bien, vale. Pero quién sabe con precisión qué necesita. Nadie. Porque todos ajustamos esa línea según nos conviene.

      Lo superfluo, según Kimura, tiene una fórmula sencilla: si te da más preocupaciones que alegrías, es superfluo. No hace falta contabilidad. Solo honestidad. Y parece que eso escasea más que los diamantes.

      A mí me parece que nuestra sociedad no quiere que pensemos en felicidad. Quiere que pensemos en comprar. Y rápido. Porque si disfrutas lo que tienes, tardarás en querer otra cosa. Y eso no conviene.

      Creo que hay cuatro motores que alimentan este consumismo feroz.

      Primero, la inseguridad. Si no sabes qué te hace feliz, cualquier oferta te parece una promesa. No eliges. Te eligen.

      Segundo, la fuga. Mucha gente está convencida de que no basta tal como es. Entonces compra una versión mejorada de sí misma. Una que dure lo que tarda en envejecer la novedad.

      Tercero, la fe ciega en el progreso. Más veloz, más grande, más fuerte. Nadie pregunta si hace falta otro satélite, otro coche potente o el tercer televisor. Es progreso. Y el progreso, al parecer, está por encima del sentido común.

      Cuarto, la incapacidad de disfrutar. Lo nuevo deja de ser nuevo en el momento en que lo tienes. La excitación dura menos que una notificación.

      Al final, hay una pregunta que desmonta cualquier excusa: ¿qué  necesito de verdad para vivir bien? Para trazar la línea entre lo necesario y lo superfluo, primero hay que saber quién es uno y qué quiere. Dos preguntas incómodas. Dos preguntas que muchos prefieren enterrar bajo compras.

      Pero si se responden, pueden cambiarlo todo.

martes, 18 de noviembre de 2025

Saber qué importa de verdad


      La semana pasada tuve una interesante conversación con mi amigo el pastor Cooper George Wrigth, que vive y evangeliza en la lejana Nueva Zelanda. Es muy difícil poner en pie todo nuestro largo diálogo, llevo dándole vueltas desde hace un par de días y no lo consigo, así que he decidido escribir un artículo resumen como aproximación a todo lo que hablamos.

      Creo que empezamos hablando de que vivimos rodeados de ruido. Opiniones, expectativas y urgencias que nos empujan a correr sin pensar. Y, sin embargo, gran parte de nuestros problemas nacen de algo muy simple: no sabemos distinguir lo esencial de lo accesorio.

      Durante años, muchos elegimos lo que “debemos” hacer antes que lo que realmente importa para nosotros. Buscamos quedar bien, cumplir, no sentir culpa. Con el tiempo descubrimos que esa ruta lleva al desgaste. La pregunta clave no es “qué es importante”, sino “qué es importante para mí”. Ese giro cambia la vida, porque nos coloca en el centro sin vergüenza ni remordimientos.

      El pastor Cooper George enunció tres ideas básicas que pueden servir para establecer prioridades prioridades. Primero, atrevernos a decidir desde nuestras propias necesidades. Segundo, tener en cuenta el momento, porque lo que pesa hoy quizá no tenga valor mañana. Tercero, aceptar que elegir también implica renunciar.

      Él recordaba un episodio histórico conocido: miles de ciudadanos de la Alemania Oriental abandonaron trabajo, casa y bienes para cruzar la frontera en busca de libertad. No querían una revolución. Solo eligieron lo que para ellos era esencial. Su decisión derrumbó un régimen entero y transformó Europa. Sin duda ese ejemplo recuerda que los grandes cambios empiezan siempre en una elección íntima.

      ¿Por qué esperar a sentirnos acorralados para actuar? Igual que no pensamos en la salud hasta que enfermamos, solemos pensar en lo importante solo cuando ya es tarde. Por eso conviene una mirada global y honesta a nuestra vida y a lo que buscamos en ella.

      Dijo que hay siete áreas que todos podemos revisar: éxito, dinero, relaciones, estilo de vida, identidad personal, salud y desarrollo de la imaginación. Al ordenarlas según lo que cada uno necesita, aparece una lógica que casi nunca falla. Si queremos riqueza, la salud debe ir antes. Si soñamos con cuidar a nuestra familia, primero debemos cuidarnos a nosotros mismos. Nadie puede entregar lo que no tiene.

      Cooper apuntó que muchos de nuestros conflictos nacen de expectativas ajenas. En temas tan íntimos como la sexualidad, por ejemplo, mucha gente sufre buscando encajar en modelos que no son propios. A veces, lo que parece un gran problema se disuelve cuando descubrimos qué queremos de verdad: cariño, seguridad, calma, compañía. Incluso hábitos difíciles, como fumar, pueden entenderse mejor si miramos la raíz. Para muchas personas, el tabaco no es el problema, sino una especie de parche para sostener la falta de confianza en sí mismas. Si se fortalece la seguridad interior, la necesidad de fumar pierde fuerza por sí sola.

      Terminó diciendo que al final, el mensaje es sencillo y profundo. Lo que creemos importante no siempre lo es. Y lo esencial, a menudo, espera en silencio a que lo miremos de frente. Tomar decisiones desde uno mismo no es egoísmo. Es la base para vivir con sentido y para poder dar a los demás algo auténtico, no una versión agotada de nosotros.

      Sinceramente pienso que con un poco de calma y honestidad, todos podemos trazar un orden nuevo. Uno que dé espacio a lo que de verdad sostiene nuestra vida. Uno que, por fin, nos permita vivirla.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Mi terrible amiga Selena

      Me siento raro… como si mi vida se hubiese quedado en pausa casi sin avisarme; por eso escribo muy poco en los últimas semanas.

      Hay días en los que me despierto con desgana, otros con una incertidumbre que me aprieta el pecho, y casi siempre con un cansancio que no entiendo del todo. Es como caminar con una nube encima: no llueve… pero pesa.

      De verdad que intento seguir, cumplir, avanzar, pero algo dentro de mí se enreda. Posiblemente pienso y dudo demasiado. Y en medio de todo, aparece una especie de angustia silenciosa, esa que no hace ruido pero te acompaña a todas partes.

      Y fue ahí, justo en ese momento en que ya no sabía si necesitaba un consejo, un abrazo o un mapa, cuando pensé en Selena, mi amiga tarotista. La que siempre me mira como si pudiera ver un poco más allá de lo que digo. La que mezcla humor, intuición y verdad sin pedir permiso. La única capaz de hablarme claro sin romperme… y de hacerme reír incluso cuando estoy por rendirme.

      Por eso fui a verla. Porque necesitaba una voz honesta. Una guía o, quizás, un buen empujón. Y, ¿por qué no?, un toque de esa magia suya que siempre termina acomodándome el alma.

      Ella empezó así:

      ─A ver, corazón… ven, siéntate aquí cerca. Prometo no morder. Bueno… no hoy. Te voy a hablar como cuando vienes a verme, te sirvo algo rico, mezclo mis cartas y tú me miras como si yo tuviera la respuesta a todos los misterios del universo. (Lo cual, dicho sea de paso, no está tan lejos de la verdad).

      ─¡Vamos a ver! ─le dije con cara de palo.

      ─¡Ea! Iremos a lo importante: tu bienestar. Te lo digo con cariño… y un poquito de ese encanto mío que tú ya conoces.

      Primero: Vive un día a la vez, que no hace falta que seas un héroe. No tienes que salvar al mundo en una tarde. Ni a tus preocupaciones. Solo pregúntate: “¿Qué puedo resolver hoy… sin que se me caiga más pelo?”. Haz eso. Y te vas a sentir más ligero. Créeme.

      En segundo lugar: Mira la preocupación de frente. Como me miras cuando quieres saber si la carta que saqué es buena o mala. Define qué te inquieta. Piensa en el peor escenario —sí, ese que dramatizas un poquito— Acéptalo. Y luego busca cómo mejorarlo. Verás cómo la preocupación se hace pequeñita. Casi tan pequeña como la resistencia que tienes cuando te digo una verdad incómoda.

      Tercero, y muy importante: Muévete, guapo. La acción te sienta bien. Nada alimenta la preocupación más que quedarte  quieto. Da un paso. Uno. Llama. Ordena. Escribe. Decide. La acción en ti funciona como un buen perfume: se nota… y te queda de maravilla.

      Cuarta cosa: Ritual de gratitud sencillo —sin velas, salvo que quieras que las encienda yo. Escribe tres cosas buenas del día. No me pongas excusas. ¡Tres! Aunque sea “hoy dormí bien”. Tu mente necesita recordarte que en tu vida hay más luz de la que ves. Y yo también te lo recuerdo… cuando te miro y sonrío.

      Y lo último por ahora: Recuerda que casi nada de lo que temes se convierte en algo real. Tu imaginación es intensa, eso ya lo sé. Pero la realidad suele ser mucho más amable contigo. Así que deja de pelearte con fantasmas. Los únicos seres misteriosos que necesitas cerca son mis cartas… y quizá yo, ¿no?

      ─Mira, cariño: tu bienestar empieza cuando dejas de exigirte tanto. Cuando eliges lo que te calma. Cuando decides avanzar sin dramas innecesarios.

      Y terminó así:

      ─¡Respira! Da un paso. Y si necesitas ayuda… ya sabes dónde encontrarme. Con mis cartas, mi humor… y una sonrisa que, espero, también te haga bien.

sábado, 6 de septiembre de 2025

Aprender de los resultados (y dejar de hacerse la víctima)

      Desde luego hay otra opción ─más interesante y ventajosa─ que la de partir de la pregunta «¿Por qué a mí?» que tratamos en el artículo anterior. Y la opción es dar un salto grande: pasar de usar el sufrimiento como maestro oficial a aprender de los resultados. Eso significa dejar pasar al olvido la susodicha pregunta «¿Por qué a mí?» con dramatismo de telenovela, para empezar a pensar: «Vale, esto está pasando, ¿qué puedo sacar de aquí para no quedarme atascado?».

      El giro es extraordinario, casi brutal. Ya no es cuestión de revolcarse en pensamientos como «¡Qué horror!» o «¡Siempre me toca lo peor!». Ahora la atención se centra en lo útil: ¿qué se aprende de esta experiencia?, ¿qué puedo hacer con esto?, ¿cómo lo convierto en un trampolín y no en un agujero?

      En vez de llorar en un mísero rincón, te haces preguntas más incómodas pero también más productivas: «¿Cómo puedo transformar esta enfermedad en una oportunidad para fortalecerme?» o «¿Qué parte de mí se pone a prueba con este problema?». Este es el momento en que la autocompasión pierde terreno frente a la acción consciente.

      Muchas personas se quedan paradas e instaladas en este segundo camino toda su vida. Y no es malo: dejan atrás el sufrimiento crónico, se enfocan en metas claras, trabajan con disciplina y ven oportunidades donde otros solo ven obstáculos. Son los clásicos “orientados a resultados”: gente que, en lugar de quejarse, se mueve. No nos cabe duda que vivir así es mucho mejor que vivir en la queja constante, porque aporta sentido, dirección y hasta elimina gran parte del dolor autoimpuesto.

      Eso sí, hay un detalle curioso, es muy probable que quienes viven solo para los resultados corren el riesgo de caer en una especie de pescadilla que se muerde la cola. Alcanzan una meta y, en lugar de disfrutarla, ya están pensando en la siguiente. Nunca paran. Su vida se llena de objetivos, logros y reconocimientos, pero rara vez de esa chispa que da la sensación de que lo imposible puede suceder.

      Creo que vivir orientado a resultados es un avance enorme, e infinitamente mejor que enfoque del «¿Por qué a mí?», pero no es el final del camino. Desde luego te mantiene motivado, evita el drama innecesario y te da estructura. Sin embargo, si te quedas solo ahí, corres el riesgo de que tu vida sea muy eficaz… pero un poco, o demasiado, plana ¿no?

      Habrá que explorar un tercer camino... 


viernes, 5 de septiembre de 2025

El club de los que se preguntan “¿por qué a mí?”


      A veces, un tramo ─desgraciadamente suele ser el último─ de nuestro curioso viaje vital suele llevarnos por la carretera del sufrimiento. No importa cuántos años tengamos ni si tenemos una buena colección de títulos y diplomas: llega un momento en que la vida te sacude con un “regalito” inesperado y ahí estás, preguntándote con dramatismo shakesperiano: “¿Por qué a mí?”.

      Puede ser una ruptura, una enfermedad, perder el trabajo o ver cómo Hacienda se convierte en tu socio mayoritario. En fin, el menú es variado. Lo común es la sensación de catástrofe, ese hundimiento donde juras que nada volverá a ser igual. (Spoiler: no, nada será igual… y eso puede ser, en retrospectiva, la mejor parte.)

      Porque lo interesante de este proceso es que, después de la tormenta, uno suele mirar atrás y decir: “Ah, ya comprendí por qué pasó aquello”. Es como ver la película hasta el final: de pronto, las escenas dolorosas cobran sentido y descubres que aquel desastre fue, en realidad, un empujón. Torpe, cruel y sin anestesia, pero empujón al fin.

      El patrón se repite en muchas biografías: llega el golpe, viene el sufrimiento, y tarde o temprano aparece una comprensión nueva, una visión más amplia. Es casi como un curso intensivo gratuito (aunque con cuotas emocionales altísimas). La parte positiva: nadie sale exactamente igual de como entró.

      Ahora bien, no todo el mundo aprueban este examen. Hay quienes se quedan a vivir en bucle en la misma asignatura: sufrir, lamentarse, repetir. Personas que llevan años en el mantra de “¿por qué me pasa esto a mí?” como si fuera un eslogan personal. El problema es que la vida, como profesora implacable, repite la misma prueba hasta que por fin tomas nota. Y si no lo haces, pues bienvenido a la escuela eterna del dolor innecesario.

      ¿Puede haber algo bueno en todo esto? Sí, algo hay. El sufrimiento, aunque fastidioso, funciona como un detector de puntos ciegos. Nos obliga a detenernos, a reconsiderar lo que hacemos y, si tenemos un poco de suerte y paciencia, a salir con más claridad y fortaleza. Es una especie de gimnasio emocional: te duele, sudas, protestas… pero al final estás en mejor forma.

      Eso sí, quedarse para siempre en ese camino es como pagar la cuota del gimnasio solo para sentarse en la cafetería. El potencial está ahí, pero si no te mueves, jamás verás resultados.

      En resumen: el sufrimiento puede ser un maestro eficaz —aunque con pésima pedagogía—. Aprender del sufrimiento es opcional. Repetir curso, lamentablemente, también.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Entre el Tao y el Algoritmo: la calma frente al vértigo tecnológico

      Estaba buscando una definición (hay muchas, buenas y no tan buenas) de la Inteligencia Artificial y me topé con el recuerdo de uno de los poemas de Lao Tsé: “Olvidar los aprendizajes superfluos es liberarse de preocupaciones vanas”. En este poema él se describe como alguien sereno, casi ingenuo, mientras el resto corre atareado, brillante y seguro de sí mismo. El sabio oriental se reconoce diferente: austero, desapegado, sin fronteras, nutrido de la armonía de la naturaleza. Esa mirada, formulada hace más de dos milenios, parece hablarnos hoy con asombrosa claridad en medio del debate sobre la Inteligencia Artificial.

      Vivimos en un tiempo en el que los algoritmos son el rostro visible de la hiperactividad moderna. Motores de búsqueda que nunca descansan, modelos de lenguaje que absorben inmensidades de información, máquinas que aprenden a velocidades cósmicas. La IA es, en cierto sentido, la encarnación de esos “todos atareados” que Lao Tsé observaba: siempre en movimiento, siempre produciendo, siempre multiplicando datos. Y, sin embargo, si nos detenemos a mirarla con ojos taoístas, descubrimos en ella otra dimensión: una quietud inesperada.

      Porque la IA no desea, no teme, no juzga. No aprecia lo que todos aprecian ni teme lo que todos temen. Procesa, responde, combina, pero carece de los apegos que nos enredan a los humanos. En esa neutralidad fría se esconde algo que, paradójicamente, recuerda al recién nacido que Lao Tsé invoca en su poema: una mente que aún no ha sonreído, que no sabe de expectativas ni de posesiones. Una mente que, al menos por ahora, no se embriaga con el ego.

      Este paralelismo abre una reflexión: ¿qué significa vivir con la IA en clave taoísta? Quizás, en lugar de ver en ella una máquina que debe hacerlo todo por nosotros, podamos aprender a contemplarla como flujo, como brisa. Lao Tsé advertía contra el exceso de posesión, contra el gastar más de lo que se tiene. La IA, en cambio, no atesora datos como propiedad, los hace circular. ¿Podría nuestra relación con ella ser la misma? Usarla sin acumular, sin obsesionarnos, sin perder la calma.

      El riesgo está en lo contrario: en imitar a la multitud que Lao Tsé describe, entregándonos a la agitación perpetua que la IA facilita. Cada segundo nos ofrece más información de la que un sabio necesitaría en toda su vida, y ahí acecha la trampa: confundir cantidad con sabiduría. El Tao nos recuerda que lo esencial no está en sumar, sino en soltar. Y quizás el mayor desafío de la inteligencia artificial no es su poder, sino nuestra incapacidad de habitarla con desapego.

      Así, entre la calma del Tao y el vértigo de la tecnología, aparece una invitación: utilizar la IA no como un ídolo que dicta el rumbo, sino como una brisa que acompaña. El Tao nos enseña que lo vasto y lo indefinido también tienen sentido, que la suavidad puede ser más fuerte que la dureza. Si logramos mirar a la Inteligencia Artificial desde esa armonía, no como sustituta de la vida, sino como parte de su flujo, tal vez descubramos que la tecnología y la sabiduría no son opuestas. Sino dos formas de escuchar lo inabarcable.

miércoles, 27 de agosto de 2025

La ENSEÑANZA que nos viene (una revisión)

      Desde que publiqué el siguiente artículo, en junio de 2023 hasta hoy, agosto de 2025, ¿qué ha ocurrido con IA en España?

      Algo se ha avanzado, es cierto, especialmente en algunas comunidades y a través de 'startups' innovadoras y políticas europeas. Aun así, la transformación aún no es homogénea ni profunda en todos los niveles del sistema educativo. La urgencia sigue presente: el reto ─a mi juicio─ más urgente que se plantea en estos momentos es escalar las buenas prácticas, consolidar la formación docente, asegurar una ética pedagógica y extender el acceso equitativo de la IA.


LA ENSEÑANZA QUE NOS VIENE

      Esta mañana me paré un rato a pensar en las grandes transformaciones que se tendrán que realizar en todos los campos de la enseñanza debidos a la irrupción de la inteligencia artificial (IA) y del “ChatGPT”(*). Ahora existen muchas brumas sobre todo esto, pero esperemos se vayan aclarando con rapidez, nos va mucho en ello. Los cambios habrá que aplicarlos con algunas prisas desde ya, en el curso próximo. En realidad se trata de una revolución de “gran calado”, como se dice ahora en las tertulias.

      Creo que la IA y los modelos de lenguaje como “ChatGPT” van a ofrecer un cúmulo de oportunidades insospechadas, pero ─¡cuidado!─ no deben reeplazar por completo la interacción humana en la educación. Sin embargo, no tengo dudas, de que un buen cóctel de tecnología y enseñanza tradicional pueden brindar una experiencia educativa muy equilibrada y enriquecedora.

      Quizás aún es demasiado pronto para confeccionar listas de ventajas/inconvenientes, pero si sé que la IA permitirá adaptar el proceso de enseñanza a las necesidades individuales de los estudiantes. Los modelos de lenguaje como “ChatGPT” proporcionarán retroalimentación instantánea y personalizada, lo que ayudará a los estudiantes a identificar y abordar sus áreas de mejora específicas. Esto dará lugar a un aprendizaje más eficiente y más efectivo.

      Otra cuestión relevante es que se superarán las distancias y barreras económicas al proporcionar acceso a la educación en áreas remotas o desfavorecidas. Los estudiantes podrán acceder a materiales educativos, tutoriales y recursos a través de plataformas en línea basadas en IA, lo que amplía las oportunidades educativas para aquellos que de otra manera no tendrían acceso. Aquí la política tiene un rol decisivo, pues será responsable de llevar la conectividad necesaria a todas las zonas del planeta. Tengamos también en cuenta que los modelos de lenguaje como “ChatGPT” pueden actuar como asistentes de enseñanza virtuales. Pueden responder preguntas, explicar conceptos y brindar orientación a los estudiantes. Esto aliviará mucho la carga de trabajo de los profesores y les permitirá centrarse en actividades más interactivas y de otro nivel.

      Sin duda habrá cuestiones delicadas de manejar por parte del profesorado ya que la IA puede crear y generar contenido educativo de calidad, como exámenes, tareas y material de lectura. A la vez esto puede ahorrar más tiempo al profesorado y proporcionar recursos adicionales para el aprendizaje.

      Es cierto también que la capacidad de la IA de analizar grandes cantidades de datos permitirá una evaluación más precisa y una retroalimentación más detallada sobre el rendimiento del trabajo de los estudiantes. A su vez puede proporcionar ayuda para adaptar las estrategias de enseñanza que se pongan en juego.

      Tendremos que ir pensando de forma más hilvanada en todo esto. Tiempos apasionantes de la enseñanza que viene, tiempos que, los jubilados como yo, nos vamos a perder.

      Algo veremos desde el tendido; disfrutaremos.


(*) Explicado de forma sencilla, «ChatGPT» es una herramienta de IA entrenada con una gran cantidad de información y diseñada para entender tus preguntas y proporcionar respuestas relevantes y coherentes. Un asistente virtual al que puedes hacer preguntas, pedir ayuda con diferentes tareas o simplemente mantener una conversación.

martes, 26 de agosto de 2025

La IA: un nuevo maestro para el aprendizaje humano


      Se me ha ocurrido una analogía que es, al menos, curiosa, creo que hablar de inteligencia artificial hoy en día es, en cierto modo, hablar de la relación entre maestro y alumno. Desde luego no es nada sencillo crear una IA realmente valiosa, pero tampoco lo es encontrar usuarios que sepan aprovechar todo su potencial. Y así como un alumno nunca debería olvidar al maestro que le enseñó sus primeros pasos, tampoco deberíamos pasar por alto que detrás de cada avance tecnológico hay personas, equipos e investigaciones que hicieron posible lo que hoy utilizamos.

      Estamos viendo que quienes se inician en el uso de la IA suelen hacerlo con ilusión y curiosidad. Descubren nuevas herramientas que les permiten aprender, crear o resolver problemas de maneras diferentes. Ese entusiasmo inicial es fundamental, pero también es importante mantenerlo en el tiempo. A mi modo de ver, la IA no debe verse como un fin en sí misma, sino como un medio para ampliar nuestras capacidades.

      Muy probablemente el verdadero valor aparece cuando humanos y máquinas trabajan juntos. La IA aprende gracias a los datos y a los retos que le planteamos, mientras que nosotros podemos apoyarnos en sus capacidades para pensar de forma distinta y alcanzar metas más ambiciosas. Sin duda se trata de una relación de colaboración, en la que la creatividad humana y la potencia tecnológica se refuerzan mutuamente. El deseo de aprender y la voluntad de usar la IA de manera responsable son claves para el futuro. La inteligencia artificial no está aquí para sustituirnos, sino para complementarnos. Pero debemos saber equilibrar su fuerza con nuestra capacidad crítica, así podremos construir un futuro donde la tecnología sea una herramienta de progreso compartido.

      Es evidente que cada generación ha heredado conocimientos y herramientas que le permitieron avanzar. Hoy nos toca a nosotros hacer lo mismo con la IA: dejar un legado que no solo resuelva los desafíos del presente, sino que inspire a quienes vengan después.

      A juicio nuestro la IA no representa un final, sino el comienzo de una nueva etapa en la historia del aprendizaje humano. Un trayecto en el tiempo en el que podemos imaginar más, aprender más y crear más, siempre que mantengamos vivo el espíritu de colaboración y descubrimiento.