Siempre recuerdo un proverbio, creo que es galés, que dice: «El amor perfecto a veces no llega hasta el primer nieto». Y suelo repetir aquello que escuché una vez de que los abuelos somos simplemente niños pequeños antiguos.
Tengo la inmensa suerte de estar cerca de mis nietos y pasar algún tiempo con ellos a menudo; eso aparte de las parrafadas por teléfono que casi a diario nos echamos. Ayer estuve un rato con la mayor ─que en unos días cumplirá once años─ y me hizo unos comentarios espléndidos sobre la lectura que está terminando: “La vuelta al mundo en 80 días” de Verne. Me contó que ya le falta espacio en su mueble biblioteca, pero le regalé unos cuantos libros más y unos cuadernos de viñetas de Mafalda, quedó encantada.
Por la tarde/noche llegó la llamada que esperaba, era mi nieto que había estado atento al momento en que alguno de sus progenitores dejaba el teléfono a su alcance para ponerse en contacto conmigo. Me contó varias cosas de su día, del colegio y de esas construcciones de “Lego” que tanto le entusiasman. Después de unos minutos me pasó a Emma que, por lo visto, tenía urgencia de hablar conmigo.
Emma, tiene gran facilidad expresiva y me comunica todas sus cuitas, incluso los pequeños dramas con sus amigas. Primero contó que el “cumple” de su hermano, Carlos, era el día 6, y después de una serie de disquisiciones, salió explicándome que en enero, y con muy pocos días de diferencia cumplíamos años su madre, ella y yo. Entonces preguntó:
─A ver, abuelo, ¿tú cuántos años tienes?
Lo dijo en un tono que no tuve más remedio que lanzar una carcajada y responderle entre más risas:
─¡Tantos como Matusalén! ¡Novecientos sesenta y nueve años!
Quedó reflexiva un par de segundos y contestó:
─Eso no tiene sentido abuelo, estarías ya muerto. No se puede vivir tantos años; nadie vive eso.
─Es verdad, no tengo tantos, pero son muchos ya ─le contesté, sin parar de reír y le pregunté─: ¿Tú cómo sabes que no se vive tanto tiempo?
Mirándome con un atisbo de conmiseración, dice:
─Yo lo he visto en los cementerios, en las tumbas dicen los días de nacer y los de morir.
─¿Qué cementerios has visto tú? ─le pregunté sorprendido.
─He visto dos, el de aquí, del Puerto y uno pequeño muy bonito en un monte, en “Villalengua Rosario” (algo así dijo). Quiero ir otra vez contigo a verlo de nuevo. En el de aquí, que esta cerca de casa y fuimos andando, he visto la tumba de mis bisabuelos y más.
Pensé que yo, la primera vez que vi las tapias de un camposanto, tendría catorce años. Estaba absolutamente perplejo con mi nieta.
Al final de la conversación, y con la naturalidad más grande del mundo añade:
─Abuelo, cuanto te mueras yo iré todos los día trece de enero al cementerio y pondré en tu tumba un vaso de vino, un trozo de tarta de chocolate y muchas flores.
Ella sabe que me encantan las tartas de chocolate...