martes, 26 de enero de 2021

Emma y su rabo de toro

     Graham Greene decía que escribir es una forma de terapia, y cuando los tiempos son como los que estamos viviendo/padeciendo está muy claro que tenía mucha razón. Ponernos delante de un folio en blanco (ya saben, aquella antigua metáfora) es un intento de comprender lo que nos rodea, es tratar de representar todo aquello que es irrepresentable, de decir lo que nunca se dice.

     Y sí; es una terapia. Contar cosas es una acción curativa y necesaria. Cualquier pequeña narración, por nimia que parezca, nos libera.

     No sé si mi nieta pequeña aceptaría lo que digo en los párrafos anteriores, a veces, cuando le comento alguna cosa que le parece compleja o dudosa me contesta, segura y firme: "Abuelo, eso no tiene sentido". Aunque también conoce la palabra "absurdo", ella siempre prefiere decir que algo no tiene sentido.

     Ya escribí hace unos meses sobre algunas de las anécdotas que ella nos proporciona a diario ("Los tonos de Emma"). Acaba de cumplir ocho años, es menudita y bien proporcionada, cariñosa y de sabia mirada. Minuto a minuto sorprendente. El domingo pasado fuimos a comer a una venta y ─ni corta ni perezosa─ pidió, como primer plato, un suculento rabo de toro. El primer sorprendido fue el propio camarero que quedó un poco paralizado, atónito, al oír la petición y nos miró a los mayores para ver si lo aceptábamos. Con media sonrisa todos asentimos y el hombre marchó a cursar la petición de la niña.

     Al llegar el plato humeante y repleto, todos miramos a la mesa de los pequeños.

     Con ceremoniosos gestos, cogió el cuchillo y el tenedor, se levantó porque sentada en la silla no alcanzaba con comodidad y púsose a trocear aquella enormidad.

     Sus bellísimos ojos grises lo escrutaban todo, miraba el rabo que cortaba y estaba pendiente de las asombradas miradas que caían sobre ella. Esbozaba su singular y leve sonrisa de bruja sabihonda.

     Mientras tanto, su hermano se hacía ─y comía a la vez─ un tremendo bocadillo relleno de croquetas de puchero.

     Al final, “nos homines sumus”, humanos somos, no pudo acabar tan desmesurada vianda.

     Su hermanito y su papá ─ambos al quite─ dieron fin al rabo de toro, ya frío, de Emma.

     (Quizás, escribir sólo sea hallar cosas para contar a los demás.)

5 comentarios:

  1. Pilar Nacarino Moreno26 de enero de 2021, 14:13

    Que decirte Ignacio! Creo que los nietos son el mejor regalo que Dios nos da en esa edad en la que todo nos empieza a asustar, en la que la mayor ilusión, es ver como crecen esas personitas que nos parecen tan perfectas, que nos sorprenden con sus actos y sus infantiles, pero sabias ideas. Creo que efectivamente, son el mejor regalo que nos hace Dios.

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  2. Estupendo relato. Echo de menos escribir los míos; es sólo por el hecho de escribir, algo tan fácil y gratificante. En estos días tan especiales me vendrá bien.
    Tu nieta menudita tiene un carácter fuerte; es de las que saldrán de atolladeros gracias a su empuje.

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  3. ¡¡Cuánto nos dan los nietos!!
    ¡¡Mi salud mental se resentirá si no los abrazo pronto!!

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  4. Delicioso de cabo al rabo.

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