Érase una vez, en un país lejano, dos ancianos reyes que habitaban en un hermoso castillo de múltiples estancias. El invierno se mostraba frío y desapacible, envolviendo todo con su manto blanco mientras se acercaba la noche de Fin de Año.
En el amplio salón, un gran televisor presidía el ambiente con el volumen casi inaudible. El matrimonio real, estaba solo y se enfrentaban a la primera Nochevieja sin la compañía de ninguno de sus hijos. Y tampoco había nadie de la guardia real, todos habían tomado una merecidas vacaciones. El eco en las estancias era el único séquito de los viejos reyes. Pero no se mostraba ni tristes ni infelices. Incluso bromeaban sobre la idea de recibir, completamente solos, el Año Nuevo.
—Esto es como el principio del fin, ¿no? —se encogieron de hombros en señal de aceptación irremediable, riendo juntos.
—Al menos nos acostaremos pronto y no se nos atragantarán las malditas uvas —comentaron, compartiendo un gesto de complicidad.
A pesar de que muchos teléfonos había sonado varias veces, decidieron no descolgarlos, sumidos en la quietud de la fortaleza. Esa noche no habría ruidos de copas altas chocando, ni risas de bocas abiertas, en su Nochevieja. El gran salón, por momentos, se hundía en un silencio que solo rompía el débil sonido del televisor.
—Lo de los "cuartos", las “medias" y lo de todas las campanadas nos importará un soberano bledo —decían, desprendiéndose de las preocupaciones mundanas.
Con una mezcla de resignación y calma, se entregaron a la idea de pasar la noche solos, disfrutando de la serenidad de su inmenso hogar.
Mientras el reloj avanzaba inexorablemente hacia la medianoche. Decidieron no prestarle atención al tiempo, dejándose llevar por la suave corriente de sus propios instantes.
—Mañana nos levantaremos, si Dios quiere, a la hora que nos dé la gana. Y comeremos de lo sobrado en estos días, las despensas están atestadas —dijeron, abrazándose con la certeza de que, a pesar de la soledad, la vida seguía y cada instante merecía ser vivido con plenitud.
Así, en la quietud de su reino, los ancianos reyes despidieron el año, sin grandes celebraciones, sin fastos, pero con la paz que solo el amor y la aceptación de la vida tal como viene pueden brindar.
Y mientras, afuera, el reloj marcaba el cambio de año, ellos se sumieron en un sueño tranquilo, lejos de las expectativas y convenciones sociales, preparados para despertar a un nuevo día, quizás lleno de posibilidades. Se adentraron en la noche con la certeza de que, al menos, compartían la mejor compañía: la de aquellos que han construido una vida juntos.
Colorín, colorado...
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