
Escribo con rapidez, sin pensar mucho. He salido de compras y cuando he vuelto me he dado de bruces con la noticia: el papa Francisco ha muerto. Creo sinceramente que el papa Bergoglio deja detrás de sí una Iglesia más viva, más incómoda y más interpelada. No ha sido un pontífice de fórmulas ni de brillos, sino un pastor con polvo en los zapatos, que entendió el valor del silencio tanto como el peso de la palabra.
Su llegada al papado en 2013 fue una bocanada de aire fresco para una institución asfixiada por sus propios ritos y contradicciones. Fue el primer hispanoamericano en ocupar el trono de Pedro, pero nunca pareció cómodo con él. Eligió la sencillez del nombre Francisco, y desde entonces marcó distancia con el boato, prefiriendo hablar de periferias, pobreza, y misericordia. Más que proponer una nueva doctrina, sacudió conciencias.
Lo suyo, su papado, ha sido una renovación sin espectáculo. Se enfrentó con coraje a los abusos sexuales dentro de la Iglesia, aunque a veces con pasos más lentos de lo esperado. Dudó, corrigió, escuchó. No buscó la perfección, sino la verdad, aunque doliera. Su valentía no fue la del que impone, sino la del que se atreve a cambiar de opinión.
Francisco ha incomodado a muchos, tanto de dentro como de fuera. Sus palabras sobre la emigración, el medio ambiente, la economía que “mata” y el clericalismo que ahoga, golpeó a muchos nervios sensibles. Pero también supo callar cuando otros hubieran hablado por impulso. En sus silencios hubo más de una respuesta. En sus grises, una humanidad que pocos líderes religiosos se atreven a mostrar.
No fue infalible. Fue hombre. Y eso, tal vez, es lo que más lo acercó a los suyos.
Hoy la silla de Pedro queda vacía. Pero su huella permanece en los márgenes, en las villas, en los gestos pequeños. Francisco no buscó que lo sigan como a un santo, sino que cada uno cargue con su cruz. Sin espectáculo. Sin escapismo. Solo fe, y dudas. Como él.
Descanse en paz.
