Anteayer, mientras el sol se apagaba con suavidad tras las persianas; mi esposa y yo conversábamos en la sala, rodeados de un silencioso resplandor del atardecer. La charla nos llevó a terrenos antiguos, de esos que parecen desvanecidos, pero que aún persisten como susurros en la memoria. Hablamos del latín, lengua sagrada y solemne que resonaba en las paredes de las iglesias de nuestra juventud, en los cantos que a veces parecían flotar entre lo humano y lo divino. Recordamos algunas frases célebres: “quot capita tot sensus” (tantas cabezas, tantos pareceres), y nos parecía como si el tiempo no las hubiera erosionado del todo. “Pater noster, qui es in caelis…”, recité de pronto, y ella continuó con su voz serena. También evocamos el “Pange lingua gloriosi” y otras plegarias que parecían haber quedado ancladas en nuestro corazón.
Sin embargo, cuando mencioné el “Ave María”, me di cuenta de que nunca lo aprendí en latín. Me sorprendí un poco, como si faltara una pieza en ese mosaico espiritual que durante tantos años había formado parte de mí. Hablamos de las misas de antaño, del Rosario en latín, con sus letanías pausadas, y de cómo el latín, esa lengua madre de Europa, parecía haberse ido difuminando con el paso de los siglos, como una melodía que se acaba lentamente. "Quizás, ahí comenzó la decadencia de Europa", me dijo Lely en un tono reflexivo. Era un pensamiento que compartía, aunque no lo había formulado hasta ese momento.
Al cerrar los ojos, en la quietud de la noche, una idea se abrió paso en mi mente: en casa no teníamos ningún rosario. Me sorprendí al darme cuenta de ello. Habría sido algo natural, una pieza pequeña, pero significativa, algo que parecía tan íntimamente ligado a nuestros recuerdos. “Me gustaría tener uno”, le dije en voz baja. Ella asintió, como si compartiera el mismo deseo silencioso.
El día siguiente transcurrió con la calma habitual (y con la misma molestia en mi rodilla), hasta que, inesperadamente, recibimos una visita. Un viejo gran amigo, médico argentino al que no veíamos desde hacía años, llegó a nuestra puerta. Su presencia fue una sorpresa tan cálida y reconfortante como la de esos días soleados que se asoman entre las nubes después de la lluvia. Venía a España a resolver unos asuntos, pero se había tomado el tiempo para pasar a saludarnos. La conversación fluyó fácil, como si los años no hubieran pasado, y en sus manos traía algunos obsequios, pequeños detalles que nos entregaba.
Sin embargo, uno de esos obsequios hizo que mi corazón se detuviera por un instante. Al abrir una pequeña cajita, descubre un rosario. No era un rosario cualquiera; era un delicado rosario de perlitas blancas, con una cruz que irradiaba una pureza silenciosa. Había pertenecido a su esposa, nuestra querida amiga Ángela, quien había fallecido el año anterior víctima de una cruel enfermedad. Su recuerdo, tan vívido y querido, golpeó mi pecho con una mezcla de nostalgia y gratitud.
Sentí cómo el rosario, aquel objeto tan pequeño y aparentemente simple, despertaba algo profundo en mi interior. Era como si ese regalo fuera más que un simple gesto de amistad; era una conexión, una respuesta a ese anhelo silencioso del que hablé la noche anterior. Acaricié las perlitas frías entre mis dedos, imaginando cuántas veces Ángela las habría sostenido en sus manos, cuántas oraciones habrían sido susurradas mientras el hilo del rosario pasaba lentamente entre sus dedos. Y ahora, de alguna manera, ese rosario estaba aquí, en mis manos, trayendo consigo la memoria de una amiga querida y la sensación de que, en el universo, hay infinidad de misterios que van más allá de lo comprensible.
Miré a mi mujer, tenía los ojos ligeramente humedecidos, y en silencio compartimos ese momento. No hacía falta decir mucho. El rosario, con su sencilla belleza, había movido algo en nuestro espíritu, algo que no podía explicarse con palabras. Era como si el latín, los recuerdos, la fe, la memoria de Ángela y nuestra propia necesidad de un objeto tan significativo se hubieran entrelazado en un solo gesto, un pequeño milagro, un misterio...
Algo se agitó en nuestro interior, sentí que algo había cambiado en nosotros. Esa pequeña cruz blanca y sus perlitas ahora descansaban en nuestro hogar, pero lo que traía consigo era mucho más que eso: era un eco de lo sagrado, de la amistad, y de ese misterioso vínculo que une los hilos.
Me acosté pensado que el latín, los recuerdos, el rosario... todo cobraba un nuevo sentido. Quizás Europa había perdido algo muy valioso al olvidar el latín... Pero en ese pequeño rosario, en esas perlas que ahora guardo con cuidado, siento que una parte de ese legado perdurará, no solo en palabras, sino en el amor y la conexión que compartimos los unos con los otros...
Conmovedor y delicioso relato. Muchas gracias. Ignacio.
ResponderEliminarGracias a ti por leerme. Un fuerte abrazo.
EliminarLo he compartido en mi muro de facebook, también enviado a través de WhatsApp a algunos amigos.
EliminarMuchas gracias Gonzalo, celebro que lo difundas. Un abrazo.
EliminarMe ha encantado!!!
ResponderEliminarSencillamente magistral.
ResponderEliminarExcelente y elegantísimo, por emotivo.
Felicidades por el artículo.....👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👍🏼
Que bonito relato...Deus os abençõe você é sua família...
ResponderEliminarBom dia!🙏🙌
Me encanta, creo que nada es por casualidad, todo es por algo, y para algo. Dios mueve todos los hilos para la ayuda de todas las personas.
ResponderEliminarEs un relato que me hace meditar y reflexionar.
Gracias Ignacio.
Qué sencillamente verdadero. 😍
ResponderEliminarSon ésas pequeñas "casualidades" o "causalidades" que se dan a veces como pequeños milagros, pero que no siempre estamos tan receptivos como para reparar en ellos.
ResponderEliminarY es cierto: nunca nos enseñaron el Ave María en latín.
Me ha emocionado mucho tu relato. Las sutilezas del Universo me impactan porque no pueden demostrarse científicamente, pero se dan.
Muy bonito, sentimental, ameno y precioso, son historias que sin saber cómo, las realizamos nosotros mismos a lo largo de nuestra vida, recuerdo cuando me dijistes que había fallecido vuestra amiga.
ResponderEliminarRespecto al latín a mí me iba bien y me gustaba y me gusta, teníamos un buen profesor y buenos libros para aprenderlo, aparte de tantas oraciones y misas en Latín.
Aquí [en la ciudad en la que vivo] aún se reza el Rosario en latín en algunas Iglesias, en ocasiones, no todos los días.
Que precioso y entrañable relato, primo.
ResponderEliminarTengo los ojos húmedos y dos lágrimas caminan por mi cara hacia abajo.
Ya no rezamos el Rosario como siempre se hizo en casa a la caída de la tarde, pero yo sí suelo rezar el Ángelus cuando repican las campanas de la Iglesia de Ribera al mediodía.
Tengo colección de Rosarios de todas las épocas y casi todos son de casa.
Muchos besos primitos queridos.
Querido amigo Ignacio: me he emocionado al leer "El Rosario de Ángela. Es posible que haya sido una conjunción de sentimientos y espiritualidad. Comparto la idea del abandono lamentable del latín.
ResponderEliminarPero quiero centrarme en el rosario, que procuro rezar cada día, solo o junto a mí esposa.
En ese desgranar cada una de las cuentas, estáis contenidos Lely y tú. Son momentos en los que recitar despacio el Ave María nos pone en una unión mística con unos amigos que nos necesitan cerca, aunque sea en esa comunión que propicia la oración.
¡Y pensar que el Rosario -corona de rosas- lo ideó un hermano lego dominico, que no sabía leer los Salmos en latín...!
Querido amigo. La llegada del Rosario no fue, ni más ni menos, que la respuesta a vuestro íntimo sentimiento. Dios escribe derecho en renglones torcidos.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
¡Qué bonito hijo! Fantástico.
ResponderEliminarqué bonito Ignacio ! sigo con un nudo en el alma aún después de leerte .
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