Aún
faltaban unos años para que terminase el siglo XIX. El pequeño
había estado unos días en cama aquejado de una inflamación
bronquial. Hermann, su padre, le dio una brújula de marinero para
que jugase con ella, y se entretuviese en las largas tardes,
imaginando ser un valeroso capitán que intentaba orientarse, con
aquel dispositivo, navegando en un mar azotado por un temporal. El
niño, Albert, no tenía demasiadas ganas de jugar pero se extasiaba
ante la agitada aguja que siempre señalaba en la misma dirección.
Su tío Jakob le explicó algo sobre campos magnéticos y sobre los
polos de la Tierra pero las preguntas del niño se multiplicaban y el
tío Jakob pronto quedó sin respuestas.
En
1915, Albert
Einstein,
ese chico obsesionado con la persistencia de la brújula señalando
al Norte, presentó uno de los constructos intelectuales más importantes de toda la historia de la ciencia: la Teoría General de la Relatividad.
Diez
años antes había demostrado que en objetos que se moviesen a
velocidades extremadamente grandes ─cercanas a las de la luz─ se
producirían efectos muy extraños. Un cuerpo desplazándose a esas
velocidades se volvería más pesado y su longitud iría disminuyendo
en la dirección de su movimiento. Además, la consideración del
tiempo en ese objeto sería más lenta que la de un observador que se
moviera a mucha menor velocidad, o sea el viajero veloz envejecería
más lentamente que el observador lento. Se trataba de la
denominada Teoría
Especial de la Relatividad.
En ella explicaba que el comportamiento anómalo de esas masas
lanzadas a tremendas velocidades se debía a la imposibilidad de que
hubiese algo que superase a la luz en velocidad, y ante ese escollo
el tiempo y el espacio sufrían una distorsión para compensar, o
para equilibrar de algún modo, la proximidad de alcance del límite
universal de velocidad.
Einstein
edificó la relatividad especial a partir del intento de comprensión
de las fuerzas electromagnéticas, a las que, quizás, le habían
conducido sus tercos interrogantes de niño ante la brújula con la
que jugaba. Sin embargo, otro tipo de fuerza de la naturaleza,
la gravedad, no
tenía cabida dentro de la relatividad especial y la mecánica
clásica ─en los casos límite─ era incompatible con ella. Era
imprescindible, pues, desarrollar una teoría relativista de la
gravitación. Este fue el colosal problema que abordó Einstein desde
1905 y que terminó cuando publicó la Teoría General de la Relatividad cuyo
centenario celebramos este año.
Esta
teoría trastocaba nuestra visión del espacio, del tiempo y del
sentido común postulando que espacio y tiempo son indisociables, que
el espacio-tiempo es curvo y la gravedad es una manifestación de esa
curvatura.
Einstein
fue mucho más allá que Newton y
nos bajó el telón de un universo de lentes gravitacionales,
estrellas de neutrones y agujeros negros en lo hondo del espacio.
Ignacio
Pérez Blanquer
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