Quizás aún, en alguna tarde de la primavera; en aquella acera de enfrente al portalón del castillo, alguien pueda oír sus pasos ─leves, paseantes─ con un libro entre las manos o un diminuto tablero de ajedrez con agujeritos para fijar las piezas.
Pensando ─es posible─ que la poesía es ese impulso continuado para expresar la esencia y el alma de las cosas... que la poesía es ir más allá de lo material bruto y buscar la vida y las causas de todo lo que existe.
«La poesía es algo que anda en la calle», que decía Federico.
A veces paraba en uno de los bancos, se sentaba un rato, repitiendo el gesto de ajustar bien sus gafas. Depositaba, cuidadosamente, el ajedrez sobre la gran plancha de piedra y arrugaba un poco el ceño sin percibir el pequeño mundo de gritos, de niños que jugaban con pelotas, cuerdas y palos, que corrían bajo la atenta mirada del jardinero, al que José Luis siempre saludaba, llamándole, con un punto de broma confiada y amable: señor Prats.
Concentrado; otra vez en la partida contra sí mismo... O recordando la estrofa de Borges:
"Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito."
El señor Prats arrastraba una larga manguera chorreante y manoteaba lejanas amenazas. Unos pequeñuelos habían osado pisar su arriate. José Luis sonreía; siempre sonrisa limpia, de cordialidad y sosiego. Ajustaba, incesante, sus gafas de casi invisible montura y aprovechaba su mano para tapar el agresivo sol en su declive vespertino.
Recogió las piezas de la partida sin terminar, en voz baja, como recitando, comentó: "Sí, este juego apasionante desarrolla la inteligencia...", hizo una pausa considerable mientras se levantaba del banco y añadió ─ya de pie─ con un pellizco de sorna: "... para jugar al ajedrez".
No mucho más de treinta metros le separaban de la puerta; unos hombres cruzaban la plaza en diagonal con unos cestos de mimbre negro repletos de trozos hielo y peces de la Bahía. En la parte de arriba de la calle unos arrieros empujaban con sus gritos a la fila de borriquillos con serones repletos de arena.
Miró otra vez a la Plaza antes de entrar en la casa, como saboreando sonidos y colores. Quizás, estos ─sus versos─ le pasaron por la cabeza:
Van nuestros tiempos paralelos dando
tumbos que los acercan, los distancian,
los emparejan a un celeste ritmo
en que nos vamos trascendiendo vivos.
Nuestro ayer era idéntico y no era
el mismo, sin embargo.
Cada uno envejece lo suyo a su manera
y hay tardes en que acaban más lejos nuestras vidas.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia
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