viernes, 28 de octubre de 2022

Desde el pasado

 

      Ayer tuve una curiosa e interesante conversación por Messenger, de esas que te agitan los recuerdos más lejanos de la vida: los de la infancia. Una amable señora ─que apareció de repente en el ordenador─ preguntó si yo fui un jovencito de pantalones cortos, muy delgadito y de piernas largas que pululaba, con su tropa de amigos, por la plaza del castillo y sus alrededores hace bastantes años. Evocó una serie de detalles que me identificaban perfectamente, no había dudas.

      ¿Bastantes años? ¿Cuántos son bastantes?... ¡Muchos!

      La señora goza de una excelente y admirable memoria; entre los dos hicimos un breve recuento; un recorrido por calles, tiendas, personas y edificios de una época ya extinta. Vinieron a mi memoria chicas que no sé si existen todavía. Jovencitas que nos gustaban entonces, sonrientes y bonitas que eran un poco diosas para mi cuadrilla de desharrapados. Era un tiempo que aún tenía reminiscencias de posguerra, aunque iban alumbrando nuevos colores y acabando ─afortunadamente─ todos aquellos negros y blancos solitarios. O los sólo grises, agobiantes y angustiosos.

      Tiendas que vendían mil cosas, con unos curiosos mecanismos para expender el aceite de oliva que llamaban mucho mi atención, pequeñas pastelerías de productos casi artesanales, las carbonerías que siempre ocupaban alguna esquina, los barberos...

      ¿Y aquellas noches de verano en el «Cine Colón»? ¿Cuánto tiempo transcurría entre pensarlo y ponerle a la chica la mano por detrás? Brazo que se apoyaba mucho más en la madera del asiento que en la espalda de la niña.

      Recuerdo aquellos pequeños carros ─"carrillos" les decíamos─ que se ponían en la 'puerta de preferencia' y vendían chucherías, pero ─sobre todo─ toneladas de pepitas de girasol (¡Y eso que nadie sabía nada de sus propiedades desoxidantes!) y, que también, espantaban las sombras de la noche con una lampara de carburo que desprendía aquel extraño olor de ajo a medio quemar.

      Al salir caminando de mi garaje pensé: "Ahí estaba la pantalla". Paré unos instantes e intenté situar el lugar aproximado en el que solía sentarme... ¿Bastantes años?

      No lo quiero ni pensar.

martes, 18 de octubre de 2022

La "depre" japonesa de Kimura

 

      Hacía muchos días que no hablaba con mi amigo Kimura, el japonés tan peculiar y curioso con el que tengo una gran amistad desde hace años. Era un gran viajero, conocía todos los países del mundo y pasaba alguna temporada aquí con nosotros. Desde el asunto del Covid cayó en una especie de depresión ─yo diría que una depresión “a la japonesa, muy distinta de las de aquí─ y no está (o no lo veo yo) en buena forma, ni física ni mental.

      Hablar con él ─hace apenas dos años─ era algo fluido, alegré, la conversación transcurría entre sonrisas, cuando no en grandes risas. Ahora todo es más oscuro. Incluso hay muchas incoherencias, emite frases lentas y sueltas y no hay demasiada relación entre las mismas. Me preocupa mucho, le suelo preguntar intentando que se exprese y cuente sus cuitas, pero margina mis interrogantes y lanza alguna frase extraña que muchas veces no consigo comprender a pesar de su excelente dominio del idioma español.

      Hoy decía que quejarse es caminar hacia el precipicio y saltar, y hundirse en sus profundidades, y que en ese abismo es donde habitan los pensamientos sombríos que atraen ─más y más─ todas las ruinas y todas las miserias.

      No sabía como disminuir sus dramas y le dije, quizás con inadecuado tono, lo siguiente:

      ─Kimura, hay que vivir el presente, el hoy. Es imposible que cambiemos la mayoría de los acontecimientos que nos perturban y angustian.

      Contestó sin dar la impresión de haberme escuchado:

      ─¡Qué hermoso sería si me asaltasen únicamente bellos recuerdos! ¡Si pudiese lograr no inquietarme tanto por el mañana!

      Intenté enlazar con lo que él expresaba diciéndole:

      ─Quizás sería conveniente que pensarás en todo lo bueno que tienes. Eres un ser privilegiado en muchísimos sentidos, lo sabes.

      Comenzó a reír de tal modo que me sobresaltó un poco, y a la vez me hablaba:

      ─¿Qué de bueno tengo hoy? ¿Quizás la luz del sol arropado de nubes grises? ¿Mucha comida y mucha bebida?, ¿un monje budista al que alimento y que reza por mí a diario? ¿Las flores que adornan mi mesa?...

      Se calmó en unos pocos segundos y añadió:

      ─Un conocido filósofo oriental, chino, dijo: “El máximo de poder es la iniciación de la decadencia”.

      Hicimos una pausa de casi un minuto y entonces fui capaz de contestarle:

      ─Creo que ese fue el mismo filósofo que dijo: «La sabiduría de la vida consiste en la eliminación de lo no esencial. En reducir los problemas de la filosofía a unos pocos solamente: el goce del hogar, de la vida, de la naturaleza, de la cultura».

      Y ahí dejamos la conversación...

martes, 11 de octubre de 2022

Guerra; ahí en la esquina

 

      Leía ayer, en varios medios de prensa, noticias sobre el bombardeo cruel a Kiev. Casi cien misiles con bastante potencial destructivo y justificados por Putín ─y sus más directos secuaces─ llamándolo operación “proporcional” de respuesta al intento de demolición del puente de Crimea.

      Luego pensaba en cómo se veía desde España ─y qué veían los españoles de a pie─ el arranque, el preludio, de las dos guerras mundiales, primera y segunda, por aquellos entonces.

      Aunque se están recibiendo oleadas de problemas de esa guerra allá en la esquina, sobre todo económicos. Nuestra posición parece ser la de espectadores impasibles, y la de que todo nos cae lejano y pasajero. La impresión es que estamos desafectos, volcados en lo nuestro e intentando mirar, subrepticiamente, para otro lado.

      Impávidos. Ahora recuerdo las palabras de Adolf Hitler referidas a la "División Azul". Hitler calificó a aquellos españoles como una cuadrilla de andrajosos; una especie de ejercito de tipos inconmovibles, valientes e indisciplinados que desafiaban a la muerte. Aunque reconocía, eso sí, que a los soldados alemanes les reconfortaba mucho tener cerca a los españoles en las trincheras.

      ¿Impávidos aún?, ¿ante todo y por todo? ¿Sabemos dónde estamos?, ¿adónde vamos?...

 

lunes, 10 de octubre de 2022

Habrá que arriesgarse

      En realidad a ciertas edades pocas cosas hay que no tengan algún riesgo para uno, pero ayer me reí bastante cuando por puro azar me pregunté: ¿A qué serías capaz de arriesgarte?

      Durante unos pocos instantes me quede un tanto perplejo ante mi propia pregunta y después comencé la risa. Pensé primero en esas cosas más propias de la juventud (eso no es ninguna mala señal, creo) que de edades provectas, en asuntos como tirarme en paracaídas, volar en parapente o escalar alguna montaña.

      Luego vi que no era necesario llegar a tanto como tratar de volar, hay cosas mucho más pedestres que también implican algún riesgo, por ejemplo, ¿por qué no me doy un largo paseo con uno de esos patinetes que inundan nuestros pueblos y ciudades? ¿Entraña eso algún peligro? Quizás suponga alguna aventura curiosa o apasionante, ¿no? Únicamente veo a jóvenes montados en esos delgados artilugios a pilas que se cruzan como moscas a nuestro alrededor.

      Posiblemente con solo algunos adminículos de seguridad sea suficiente: una mochila para el botellín de agua, un casco sencillo por si acaso y poco más; todo ello serviría para recorrer un buen puñado de kilómetros en un rato cada día, recorrería zonas que no conozco, en las vacaciones iría a desayunar con mis nietos por las mañanas, visitaría a algunos amigos que viven lejos y podría tomar un café con ellos... No sé cómo se maneja eso de los pagos, ni si es caro o barato. No creo que todo eso sea demasiado complicado. O, incluso, si es más ventajoso comprarse uno con asiento incluido para ir más descansado en esos 'miniviajes', lo veré.

      Mañana me entero.


domingo, 9 de octubre de 2022

Hechos a pedazos


      Pensaba que soy un tipo hecho a pedazos, todos lo somos. Estamos compuestos de trozos de muy variada procedencia: progenitores, colegios, amigos, juegos, viajes, lecturas...

      Hoy deseo dedicar estos siete minutos de escritura a esos personajes de novela de los cuales tengo algunas porciones inevitablemente integradas en mí.

      Probablemente son muchos más de los que voy a nombrar, eso es seguro, pero dejaré otros personajes para más adelante.

      Soy una pizca de Aureliano Buendía aquel coronel de Gabriel García Márquez que luchó en mil batallas sin ganar ni una sola. Y también soy un poco, a veces, el Gregor Samsa de Kafka, angustiado y consternado. Aunque otras me veo como el siempre obediente Winston Smith de Orwell, en «1984»; hombre que sigue el sendero que le han marcado pero que ─poco a poco─ va dejando el camino que le han trazado y toma un nuevo rumbo.

      Otras veces creo parecerme algo, una humilde porción, a aquel personaje, Atticus Finch, de la gran novela “Matar a un ruiseñor”, de Harper Lee. Un pulcro abogado que lucha con la pluma con la esperanza de lograr un mundo nuevo y mejor. Alguna vez, en mi interior, brota el mítico monje de Umberto Eco, Guillermo de Baskerville en pos de verdades imposibles.

      Y, ¡como no!, todos tenemos fragmentos incrustados, e inseparables, de un Don Quijote de la Mancha vivo siempre.

      Claro, y también de Sancho Panza...



viernes, 7 de octubre de 2022

La puerta siempre cerrada

 

      La puerta 'siempre cerrada' estaba en la habitación última antes de llegar a mi cuarto de juegos. Pasaba por delante de ella muchas veces cada día y, con frecuencia, llamaba mi atención. A veces pegaba las orejas a la búsqueda de algún sonido, otras metía una hoja de periódico por abajo o hurgaba en la cerradura con distintos alambres y palillos,

      Recuerdo que un día le pregunté a mi padre sobre ella y me contestó que era una puerta de emergencia (fue la primera vez que oí esa palabra) para que pudiésemos huir de algún peligro que pudiera haber. Comentó que entonces se abriría la puerta, saldríamos a un pasillo muy grande y nos reuniríamos con todos los vecinos que tenían una igual en su casa. Añadió, que si había bombardeos también saldríamos por allí para llegar a un enorme refugio subterráneo y quedar a salvo de las bombas.

      Estuve conforme con esas explicaciones paternas y el asunto de la misteriosa puerta dejó de preocuparme durante bastante tiempo.

      Años después ─era ya un adolescente─ me levanté para ir a la cocina una noche de madrugada, desperté con algunas molestias estomacales y decidí ir a la cocina a beber agua o algo que me pudiese aliviar y venir bien.

      Entonces pude oír con claridad unos ruidos que venían directamente de detrás la puerta de escape ─así la llamaba yo después de la lejana explicación de mi padre─. Me asusté, quedé parado en medio de la habitación y, creo, que bastante lívido.

      Miré a la parte de abajo para ver si entraba alguna luz por la rendija. Con más curiosidad que valentía fui acercándome lentamente y cuando ya estaba a pocos centímetros de una de las hojas de madera, callaron los sonidos y se hizo un silencio aterrador. Comencé a caminar hacia atrás con la máxima cautela, muy poco a poco. Al llegar al pasillo salí corriendo hasta mi cama metiéndome en ella y tapándome hasta la cabeza.

      Por la mañana preferí pensar que todo había sido un sueño.


miércoles, 5 de octubre de 2022

La hoja otoñal perdida


      Paseaba cabizbajo por un sendero estrecho del parque, escuchaba una emisora de radio con los auriculares puestos, todo son noticias desagradables, es difícil atisbar alguna que sea esperanzadora. Iba a paso lento; quise dejar de oír dramas y miserias y comencé a quitarme el auricular derecho, en tal instante me rozó la mano algo como una hoja de papel o un trozo de bolsa de plástico que caía, voló un poco más con el tenue viento y se posó a poco más de tres metros por delante.

      No era ni plástico ni papel, era una hoja otoñal. La miré y me agaché a cogerla; grande como la palma de mi mano, quizás más. Seca, con mil agradables tonalidades de naranja y marrón. Su forma enseguida me recordó a la figura que hay en bandera de Canadá (qué casualmente había visto días antes). Una hoja de arce. Giré el cuerpo intentando ver un árbol con aquellas hojas por alrededor; seguí escudriñando árboles por allí durante un buen rato. No vi ningún arce ni nada parecido. Había palmeras de dos o tres tipos, algunos eucaliptos agrupados a unos veinte o treinta metros de distancia y, por supuesto, pinos, bastantes pinos, pero ningún arce ni nada que se le pareciese. Nada, ni uno...

      ¿De dónde venía aquella hoja perdida? ¿Quizás algún pájaro la llevaba en su pico y la dejó caer?


martes, 4 de octubre de 2022

Malabarismo con palabras

      Un poco es así, escribir es jugar a hacer malabarismos con las palabras. Las tenemos encima dando vueltas y vueltas, agitadas y violentas, hasta que en cierto instante, por cualquier accidente fortuito, caen sobre el papel. En la superficie blanca del folio pueden yacer ordenadas, a veces, hermosas y sensatas. En otras ocasiones ─las más─ prensamos el papel, lo apretujamos y lo arrojamos a la papelera con algo de desolación en nuestra mirada.

      ¿Y con impotencia? Sí, con impotencia también.

      Pensaba en las palabras que me gustan, y en esas otras que no me agradan y que evito utilizar. ¿Sabéis una que me encanta? 'Inefable'. Con ella puedo expresar lo indecible, lo impronunciable o lo inenarrable. Es todo eso que no puede ser explicado con palabras. Y, observad, también tiene un sesgo de genial o divino.

      De algunas no me gusta su constructo pero sí, y mucho, su significado. Cito 'nefelibata', ¡me parece horrible! Sin embargo nos define a un soñador, a uno de esos seres necesarios y fascinantes que escapan de la realidad con su mochila de sueños a la espalda.

      Hace unos días descubrí ─y apunté─ el término 'petricor' (¡horrendo también!) que pretende condensar una expresión tan bella y sugerente como “olor a tierra mojada”. ¿Quién será capaz de hacerlo?

      (Afortunadamente aún no la han metido en el diccionario: petricor.)

lunes, 3 de octubre de 2022

¿Una autobiografía?


      Alguien me susurró, como quien no quiere la cosa, y con alguna mala leche, que escribiese mi autobiografía en siete minutos.

      Un rato después pensé que, incluso, me podrían sobrar cinco de ellos, con dos habría bastante tiempo.

      Soy consciente de que somos un punto sin dimensión, inapreciable e irrelevante en la larga línea del tiempo, línea que no tengo nada claro que sea recta o que forme un ovillo en el cual se crucen los hilos de manera más o menos informe, ¿el tiempo un ovillo?, ¿será así? Somos un punto de nada, por larga que nuestra vida sea, nuestros actos y hechos se olvidan pronto, también son tan insignificantes como el propio punto.

      ¿De qué manera relataría eso que se llama 'autobiografía'?

      Me gustaría decir que soy ─o he sido, hasta ayer, por lo menos─ algo parecido a unos cuantos folios escritos desperdigados sobre una mesa y una ventana abierta por la que entra un poco de viento, el aire mueve los papeles, los levanta un poco por el borde y los hace retemblar de manera que emiten un sonido vibrante, alguno de ellos se va flotando por los alrededores, y otros se desplazan resbalando sobre la mesa. Alguno se adhiere y queda estático sobre el tablero...

      Posiblemente esa sea mi mejor autobiografía, poco sé de otra, ¿es vanidad infame compararme con unos inocentes folios?

      ¿Cuántas palabras en siete minutos? Quizás he llegado hoy a las doscientas. Siete minutos con unas doscientas palabras para una autobiografía.

domingo, 2 de octubre de 2022

Minucias del hoy

 

        Me parece que voy a empezar otra vez con mis ejercicios (o ratos de expansión escribiendo) de siete minutos diarios con el lápiz sin levantarlo del papel. Ni más ni menos, únicamente siete minutos.

      No sé cuántas palabras se pueden escribir en esos siete minutos sin levantar del folio el utensilio que usemos, no sé si son muchas o pocas, da igual; es el ejercicio de escritura lo que cuenta.

      ¿Qué cuento? Pues, también da lo mismo, cualquier minucia viene bien. 

      Voy a intentar describir las sensaciones de esta mañana al levantarme; un desbarajuste matinal que me ha creado el reloj-estación meteorológica conectado a un satélite que tampoco sé cuál es. 

      Lo miré y me sobresalté, ¡marcaba las nueve! Realmente no me importaba nada, es domingo, pensé, y sin nada para hacer de urgencia. Pero no es un fenómeno frecuente, siempre me levanto mucho más temprano. Noté que todo era oscuridad y silencio. Ya en pie, miré otro reloj de la casa y marcaba las siete de la mañana, ¡eso era otra cosa muy distinta! No regresé a la cama y comencé mi trajín diario y normal.

      A esa hora me vienen a la mente una serie de burbujas con planes y proyectos, ideas, metas y algo sobre la organización de todo el día...

(Hasta ahí han llegado los siete minutos; más de doscientas palabras, no está mal.)