Juan vive a unos
doscientos metros de mi casa (le llamo Juan no porque sea su nombre, sino
porque hoy es el día de San Juan). Solemos vernos ─y tomar un café─ cuando
tiene alguna trifulca con su mujer. Me llama y, enseguida que veo su nombre en
el teléfono, sé que ha tenido alguna disensión hogareña. Paseamos conversando
por el parque y la zona de la bajamar; el río siempre proporciona algo de
serenidad. Las riñas con su esposa son muy conocidas por todo el mundo porque
también se explayan en público, en realidad carecen de importancia, pienso que
es una cuestión de carácter y que, al final, lo que les encanta es discutir.
Rara vez me cuenta el
motivo de su enfado, pero tengo mi teoría. A ellos les sucede algo muy
corriente; concatenan “hechos” y “opiniones” con gran facilidad ─cuestión de
personalidad─ y de ahí surgen las desavenencias. Basta, por ejemplo, que Juan
fume un cigarrillo dentro de casa (hecho) para que su mujer salte diciendo que
lo hace solo para molestarla y ensuciar la casa (opinión) y así mil cosas. Por
supuesto que estas situaciones también se dan a la inversa, claro. Hoy se lo
dije:
─Creo, y perdona que
te lo diga, que vosotros tenéis esas broncas provocadas siempre por la
confusión cuando mezcláis vuestra propia opinión con hechos habidos y llegáis,
continuamente, a conclusiones equivocadas.
Se quedó un poco
parado:
─A ver... ¿Cómo es eso?
─respondió preguntando.
Le expuse varios
ejemplos y añadí:
─Es necesario
distinguir un “hecho” de una “opinión” muy bien. Un hecho es algo es verdadero,
tangible y, por supuesto, comprobable. En cambio, una opinión es la expresión
de algo que se supone, se piensa o se siente y que no puede ser verificado.
Vosotros, con inusitada frecuencia, hacéis un cóctel explosivo con los “hechos”
y las “opiniones”.
Di una patada a una
bola de papel que fue a parar al río y terminé diciéndole:
─Claro, esto que te
digo es sólo una... opinión.
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