El lenguaje actual
nos obliga a un continuo “entender entre líneas”. Debemos ir en pos de
significados ocultos, casi esotéricos. En el mensaje que se recibe hay que
presuponer que siempre debe transportar alguna falacia, alguna mentira o en el
mejor de los casos un falso halago o también, quizás, algún tipo de
provocación.
¿Nos encontramos al
borde de una extraña revolución en la que las ideas de verdad o mentira no
sirven de puntos de apoyo o referencia? Ahora el éxito ahora está vinculado
solo al dominio de lo práctico, a los objetivos y logros, a tratar de conducir
a personas y sucesos en paralelo de tácticas planificadas. El materialismo anormal ha conseguido someter
al lenguaje común a la obscenidad y a la desvergüenza más descaradas pero, sin
embargo, no se ha reflejado en una mejora sustancial en las relaciones
humanas.
Vemos con dolor como
las palabras cada día van perdiendo más y más su directa significación. Parece
ser que lo importante, en el acontecer cotidiano de las relaciones humanas, no
es lo que expresan los interlocutores en una conversación, sino lo que les
conviene decir.
Es como si se
estuviera gestando una nueva forma, espuria, de comunicación. Las palabras ya
no son esos hermosos vehículos que trasmiten emociones, deseos, razonamientos,
conocimientos... Las palabras son ya sólo instrumentos al servicio de
determinadas intenciones. Estas palabras, convertidas en herramientas, se
mezclan, se disuelven unas en otras, para que generen ciertas reacciones que a
alguien convienen. Las frases ya no tiene significado por si mismas, su sentido
literal es algo vacío, despreciable, su valor pasa a ser subliminal, lo
importante es su mensaje implícito, y este mensaje lleva, casi siempre, un
detonador para producir un efecto preconcebido en el que escucha. La trasmisión
pierde fatalmente frente a la manipulación.
Parece que la
humanidad repite posición y se encuentra otra vez en una ya conocida
encrucijada: ¿Importa el hombre o el progreso material a cualquier precio?
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