Quiero
relatar una extraña aventura que estoy corriendo ahora y en estas
semanas anteriores. Siempre me han interesado las llamadas
“neurociencias” que tratan de explicar cómo funciona el cerebro.
Cada vez que algún escrito sobre ellas ha llegado a mis manos lo he
leído con curiosidad y placer, también he leído libros y he
dirigido también algún trabajo sobre determinados aspectos de la
informática que tienen relación con las fascinantes
“neurociencias”.
Este
verano me decidí a estudiar y escribir algo sobre estos temas. No se
me ocurrió nada mejor que intentar ponerme en contacto con algún
relevante científico extranjero. Unos amigos alemanes me
consiguieron el c.e. del director del Centro de Investigación en
Neurociencias del Hospital Universitario Charité de Berlín, Dietmar
Schmitz. Le escribí en mi macarrónico alemán contándole mi
historia y le pedí algo de auxilio para escribir mis artículos y
aprender algo. Al cabo de una semana me respondió con suma
amabilidad diciéndome que él no tenía tiempo para ello pero que me
ponía en contactos con dos investigadores que trabajaban con él en
la inmensa Charité de Berlin y que sabían algo de español, la Dra. Heike
Lehner y el Dr. Dedrick Köhler. Rápidamente me puse en contacto con
ellos vía e-mail y les relaté lo que deseaba hacer, también fueron
amabilísimos y se pusieron a disposición mía encantados. Les dije
que no tenía ningún plan, programa preestablecido, y que quería
preguntar y hablar sobre las “neurociencias” como si estuviésemos
en la barra de un bar, creo que se quedaron un poco perplejos pero
aceptaron. Quedamos que una semana hablaría con uno y a la siguiente
semana con el otro; conectaríamos por “Zoom”.
La
primera semana me tocó con Dedrick Köhler, un chico simpático, muy
risueño y con ganas de ayudarme. Dijo que su español no era muy
bueno, pero pronto noté que era mucho mejor que mi alemán, lo había
aprendido en estancias en Colombia y México. Le repetí que no tenía
ningún orden programado y me contestó que le preguntase lo que
quisiera sobre “neurociencias”, que él trataría de responderme.
Me
quedé pensativo unos segundos y le espeté:
─¿La
meditación ─o el “mindfulness”─ tienen que ver algo con los
estudios que se realizan en la “neurociencia”?
Lanzó
una medio carcajada, quizás sorprendido por mi planteamiento inicial
y asintió diciendo:
─Por
supuesto, por supuesto ─repitió─. La meditación, básicamente,
es un proceso cerebral consistente en ser lo más consciente posible
de una cosa mínima. Cada día tenemos más evidencias que la
meditación tiene profundos efectos en el pensamiento, las emociones
y el cerebro. Lógicamente, entonces, es algo que cae muy dentro del
ámbito de las “neurociencias”.
─¿Entonces
la meditación es como un entrenamiento mental? ─le pregunté.
─No.
Creemos tener bastantes evidencias de que se trata de procesos muy
diferentes, pero coincidentes en algunos resultados. Por ejemplo, la
meditación a largo plazo mejora una serie de tareas que están en
relación con la atención, y también con la memoria de trabajo y
los procesos espaciales; esto también es posible de conseguir con un
entrenamiento mental apropiado.
─¿Ha
sido posible detectar algún tipo de cambios anatómicos en los
cerebros de los meditadores?
Miró
unos papeles que parecía tener delante y contesto:
─Estamos
en ello. Se está investigando mucho en esa dirección y hay señales
claras de alteraciones anatómicas. Por ejemplo, los meditadores
experimentados muestran una reducción de la amígdala. La amígdala
es una zona del cerebro vinculada con el miedo y la ansiedad. Y
también se ha observado un aumento de la corteza frontal, asociada
con las más altas formas del proceso cognitivo y de la inteligencia.
También parece ser que la meditación modifica la corteza prefontal
haciendo más eficiente su actividad, por lo que necesita menos
trabajo, o desgaste, para realizar una tarea determinada de manera
óptima.
─¿Entonces
la meditación tiene posibilidades terapéuticas? ─le pregunté con
cara de asombro.
─Es
evidente que así es, pues tiene propiedades reductoras del estrés,
que es una enfermedad en aumento en nuestros tiempos, con
implicaciones en la generación de otros tipos de padecimientos más graves. La
meditación se aplica cada vez más como herramienta clínica, al
contribuir de modo manifiesto a aliviar los síntomas del dolor
crónico, la depresión, la ansiedad, la esquizofrenia y otras
enfermedades.
─Quizás
no sea extraño que en los próximos años veamos salas de meditación
en clínicas y hospitales, ¿no? ─le dije con curiosidad.
Sonriendo
dijo:
─Es
posible, sí es posible y quizá las haya actualmente en algunos
centros médicos, no lo sé. Pero lo que es cierto es que la
meditación también constituye una protección contra la demencia,
lo que tiene lógica, ya que la meditación hace que las regiones del
cerebro relacionadas con el pensamiento complejo y la memoria crezcan
en lugar de reducirse con el paso del tiempo.
─¿Es
verdad que la meditación disminuye la necesidad de sueño?
─Sí.
Es totalmente cierto. Al igual que es verdad que altera la percepción
y que los meditadores experimentados son capaces de detectar
estímulos mucho más leves y sutiles que el resto de las personas.
Hablamos
de más cosas y comentó que seguro que me encantaría hablar con la
doctora Heike Lehner, que era una gran especialista, con grandes
conocimientos en todas las áreas de las “neurociencias”. Añadió
que ella se acababa de jubilar y que hablaba un español perfecto,
pues desde pequeña había pasado grandes temporadas en Mallorca.
Me
despedí con un afectuoso: “Vielen Dank, bis nächste Woche!”.