Quizás
sea un esquema demasiado simplista, pero sobre nuestro mundo parece
que contienden dos fuerzas, o mejor sería decir que inciden sobre él
dos procesos muy genéricos. Uno, de tipo integrador ─algunos así
lo llaman─ que impulsa hacia ideas de unidad y concordia, a la paz
universal y, también, hacia la justicia y la equidad.
Pero
a la vez existe un fenómeno desintegrador de múltiples facetas.
Basta acercarnos a la televisión, leer un periódico, u oír la
radio e inmediatamente nos veremos invadidos por conflictos de todo
tipo, por noticias de corrupción, asesinatos, guerras, desempleo,
tráficos de drogas, personas y armas, rotura de estructuras
familiares, abusos políticos, etc. Además, es fácil notar, que
este proceso desintegrador goza de más difusión que el integrador;
este último ─o al menos así lo perciben muchos─ es mucho más
sigiloso, más reservado.
Cuando
hablamos de temas de actualidad, de los problemas que existen, de
nuestra nación o, simplemente, en los de ámbito local, solemos
quedarnos con cierta, desagradable, sensación de impotencia y
frustración. Por la cabeza se nos cruzan, una y mil veces, las
preguntas: ¿Qué puedo aportar yo?, ¿qué podemos hacer nosotros?
Se
nos ocurre pensar que no hay muchas opciones entre las diferentes
posturas que se pueden escoger ante este escenario social. Tres a lo
sumo. La más corriente en nuestra sociedad es la de adoptar el rol
de espectador, y con la práctica, el de espectador indolente. Ser
espectador indolente implica dejar que las cosas ocurran, o que otros
agentes ejerciten el poder de decisión y sean los hacedores de lo
que debe ─o no debe─suceder. Jugar el papel de espectador
indolente supone dejar el control a fuerzas externas y observar lo
que sucede; lamentándolo, en muchos casos. Creo que hay dos motivos
básicos para ejercer como espectador, el primero es el de no saber
qué hacer. Y el segundo es que la percepción de que los problemas
son tan complejos que la minúscula fuerza que un individuo
particular podría aportar no produciría ningún efecto relevante.
Otra
opción ─la menos recomendable, sin duda─ es formar parte del
fenómeno desintegrador, dejándose llevar por la utilización
inmoderada de distintas formas de violencia, sea física o
psicológica, y de otros modos de pensamiento negativo, que recorren
el maligno trayecto que va desde de la humillación, la amenaza, el
acoso hasta llegar a las agresiones más virulentas ya sean verbales,
emocionales, morales o físicas.
Posiblemente
el punto óptimo esté en ser parte de la visión integradora,
llevando a cabo acciones que aporten algo positivo para una sociedad
más justa y mejor. Y sin duda, ello conlleva a realizar una
transformación sensible de nuestras propias vidas. Pero… ¿cómo
lo hacemos? ¿Basta sólo con la expresión de una preocupación por
la necesidad de una educación universal o el respeto a los derechos
humanos?, ¿basta con un rechazo personal hacia los prejuicios o
hacia las desigualdades?
Ignacio
Pérez Blanquer