Iba
casi vacío quizás no llegaba tan siquiera a un cuarto de su
capacidad, todo mujeres y tres hombres desperdigados que miraban a
ninguna parte desde su asiento. Se cuidó de no perder el equilibrio
y dirigiose a la plataforma del fondo para así poder bajar rápido
─y de improviso─ en cualquier parada.
Aún
no sabía qué le hizo subir a aquel autobús, no se encontraba lejos
de casa y podría haber llegado caminando sin mojarse demasiado. La
intensidad de la lluvia no era exagerada. Además, no le importaba
demasiado quedar empapado con aquella intempestiva llovizna de final
del verano. Lo hizo de un salto; un corto instante antes que el
conductor accionase el mecanismo del cierre de puerta, éste realizó
un leve gesto ante su imprudente brinco, y él, a modo de excusa, le
respondió emitiendo un breve chasquido con la boca. Le dejó algunas
pequeñas monedas sobrantes de propina.
El
amplio cristal de atrás le permitía ver como se plateaba la calle
con algunos pequeños charcos, las farolas ya estaban encendidas.
Aquella amplia avenida parecía alejarse, mientras algunos faros de
coches que iban detrás cegábanle a cortos intervalos. Pensó que
tomaría un taxi de vuelta si se alejaba demasiado. Sus manos
sujetaban una barra metálica y brillante.
Fue
una sensación rara, desagradable, cuando sintió una mano húmeda,
huesuda y fría ─muy fría─ que le tocaba entre el dorso de su
mano derecha y la muñeca. Giró la cabeza con una pizca de
vehemencia.
Una
mujer enjuta, poco más de medio palmo más baja que él, vestida de
oscuro y sin galanura; una leve curvatura cifótica de las primeras
vértebras adelantaban su cabeza un par de dedos. La mayor parte del
pelo lo tenía atado atrás en un moño informe y otra parte se
repartía en dos largas guedejas, entre canosas y negras, que caían
─con descuido─ desde las sienes a las mejillas.
Observó
sus pupilas con puntos de luz brillantes, reflejo de faros y
lámparas.
─¿No
me conoces? ─Sus labios dibujaron una sutil sonrisa y separó su
mano de la de él.
La
miró otra vez con gesto torpe, quería balbucear unas palabras que
fuesen oportunas y no atinaba. Solo veía algo extraño ─atrayente
y turbador─ que le resultaba vagamente familiar, en las
profundidades de sus ojos.
─No...
no sé. No... ─habló como si las palabras le pesaran; se le
atragantaban al salir.
Los
labios de aquella mujer esbozaron la misma sonrisa de antes. Giró y
dio un par de pasos agarrando, con una fina y larga mano, la barra
del respaldo del último asiento. Anduvo unos pasos por el pasillo
hasta parar en la puerta de salida, en la de en medio. Desde allí lo
miró, por última vez, con expresión entre contrita y nostálgica.
Bajó con rapidez los dos peldaños que la dejaban en aquella parada.
Quedó
quieto todo su cuerpo mientras el autobús proseguía, de nuevo, su
trayectoria. Únicamente sus labios, todavía, intentaban articular
algunas palabras. Vio la sombra de ella cruzar la calle mientras el
autobús se alejaba.
No
se acordó de tomar un taxi para desandar el camino a casa. Deambuló
despacio, sin sortear los charcos, caía una lluvia muy fina que le
calaba.
¿Cuántos
años habían pasado ya? ¿Eran treinta? Muchos.
Posiblemente
eran cuarenta... O más...
Calculó
que aún le quedaba más de un kilómetro para llegar a casa; ahora
llovía un poco menos, ya casi nada. Mejor.
Alzó
la mirada hacia arriba, a aquellas nubes negras que aparentaban
correr erráticas.
Comenzó,
tímidamente, a silbar la antigua canción que tantas veces bailaron.
Ignacio
Pérez Blanquer
¡Qué bonito!
ResponderEliminarBello y triste...
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