lunes, 22 de junio de 2020

En aquel autobús


     Iba casi vacío quizás no llegaba tan siquiera a un cuarto de su capacidad, todo mujeres y tres hombres desperdigados que miraban a ninguna parte desde su asiento. Se cuidó de no perder el equilibrio y dirigiose a la plataforma del fondo para así poder bajar rápido ─y de improviso─ en cualquier parada.
     Aún no sabía qué le hizo subir a aquel autobús, no se encontraba lejos de casa y podría haber llegado caminando sin mojarse demasiado. La intensidad de la lluvia no era exagerada. Además, no le importaba demasiado quedar empapado con aquella intempestiva llovizna de final del verano. Lo hizo de un salto; un corto instante antes que el conductor accionase el mecanismo del cierre de puerta, éste realizó un leve gesto ante su imprudente brinco, y él, a modo de excusa, le respondió emitiendo un breve chasquido con la boca. Le dejó algunas pequeñas monedas sobrantes de propina.
     El amplio cristal de atrás le permitía ver como se plateaba la calle con algunos pequeños charcos, las farolas ya estaban encendidas. Aquella amplia avenida parecía alejarse, mientras algunos faros de coches que iban detrás cegábanle a cortos intervalos. Pensó que tomaría un taxi de vuelta si se alejaba demasiado. Sus manos sujetaban una barra metálica y brillante.
     Fue una sensación rara, desagradable, cuando sintió una mano húmeda, huesuda y fría ─muy fría─ que le tocaba entre el dorso de su mano derecha y la muñeca. Giró la cabeza con una pizca de vehemencia.
     Una mujer enjuta, poco más de medio palmo más baja que él, vestida de oscuro y sin galanura; una leve curvatura cifótica de las primeras vértebras adelantaban su cabeza un par de dedos. La mayor parte del pelo lo tenía atado atrás en un moño informe y otra parte se repartía en dos largas guedejas, entre canosas y negras, que caían ─con descuido─ desde las sienes a las mejillas.
     Observó sus pupilas con puntos de luz brillantes, reflejo de faros y lámparas.
     ─¿No me conoces? ─Sus labios dibujaron una sutil sonrisa y separó su mano de la de él.
     La miró otra vez con gesto torpe, quería balbucear unas palabras que fuesen oportunas y no atinaba. Solo veía algo extraño ─atrayente y turbador─ que le resultaba vagamente familiar, en las profundidades de sus ojos.
     ─No... no sé. No... ─habló como si las palabras le pesaran; se le atragantaban al salir.
     Los labios de aquella mujer esbozaron la misma sonrisa de antes. Giró y dio un par de pasos agarrando, con una fina y larga mano, la barra del respaldo del último asiento. Anduvo unos pasos por el pasillo hasta parar en la puerta de salida, en la de en medio. Desde allí lo miró, por última vez, con expresión entre contrita y nostálgica. Bajó con rapidez los dos peldaños que la dejaban en aquella parada.
     Quedó quieto todo su cuerpo mientras el autobús proseguía, de nuevo, su trayectoria. Únicamente sus labios, todavía, intentaban articular algunas palabras. Vio la sombra de ella cruzar la calle mientras el autobús se alejaba.
     No se acordó de tomar un taxi para desandar el camino a casa. Deambuló despacio, sin sortear los charcos, caía una lluvia muy fina que le calaba.
     ¿Cuántos años habían pasado ya? ¿Eran treinta? Muchos.
     Posiblemente eran cuarenta... O más...
     Calculó que aún le quedaba más de un kilómetro para llegar a casa; ahora llovía un poco menos, ya casi nada. Mejor.
     Alzó la mirada hacia arriba, a aquellas nubes negras que aparentaban correr erráticas.
     Comenzó, tímidamente, a silbar la antigua canción que tantas veces bailaron.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia



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