Un
rey en un lejano país de Oriente, muy preocupado por el desarrollo
de su pequeña nación pidió consejo a todos los sabios del
reino, ¿qué
se podía hacer para que sus amados súbditos ganasen sabiduría y
conocimiento a fuer de convertirse en una nación avanzada?
Recibió
a muchos sabios y también muchas recomendaciones, pero nadie le
convenció demasiado. A los pocos días sus consejeros le instaron a
que recibiese a un monje, un eremita que habitaba en unas lejanas
montañas y que, en aquellos días, visitaba el reino por primera
vez. No lo dudó, e inmediatamente ordenó que llevasen al sabio
ermitaño ante él.
Le
hizo la misma pregunta que había planteado a los otros; el barbudo,
enjuto, y descuidado monje respondió rápido.
─El
“gnosiar”, majestad.
─¿El
“gnosiar”? ─interrogó con asombro─. ¿Qué es eso?
El
apergaminado cenobita sonrió, y esperó unos breves instantes antes
de dar la respuesta:
─Su
reverencia debería crear una moneda nueva, a la que llamaría
“gnosiar”, no habría que fabricar, en principio, demasiada
cantidad; una cifra prudente. Esa moneda serviría, única y
exclusivamente, para una cosa: para pagar los conocimientos que
alguien deseara adquirir. A su vez el que reciba ese singular dinero
únicamente podrá darle idéntico uso: pagar clases para aprender lo
que necesite, y así sucesivamente, desde sus súbditos menos
formados hasta los más sapientes ─y luego de una pequeña pausa
añadió lo siguiente─: Al igual que los movimientos de oro y plata
enriquecen a unos y empobrecen a otros; los flujos de conocimiento
proporcionarán beneficios para todos. El reino se transformará,
progresivamente, en un gran imperio influyente más allá de sus
fronteras.
El
rey, que escuchó al sabio con mucha atención, exclamó con
entusiasmo:
─¡Claro,
es cierto! ¡Así podríamos crear una cadena ininterrumpida de
maravillosas transmisiones de sabiduría!
─De
eso se trata, majestad ─y continuó hablando─. Además, siempre
habrá que sumar un efecto más. Cada uno, no sólo se satisfará con
la sabiduría que adquiera, sino también con la que transmita,
puesto que ese esfuerzo de expandir saberes beneficiará igual tanto
a quien lo hace como a quien recibe.
─Dime,
noble sabio, ¿cómo aprendiste todo eso? ─preguntó con curiosidad
el rey.
─Lo
aprendí hace años en un lugar llamado Grecia, muy lejos de aquí,
de un maestro que jamás podré olvidar. Él siempre nos
decía: «Desearía
que el conocimiento fuese de ese tipo de cosas que fluyen desde el
recipiente que está lleno hasta los que permanecen vacíos».
─Ese
hombre debería ser venerado por todos nosotros, ¿cómo se llamaba?
─dijo el rey.
─Sócrates,
se llamaba Sócrates… Majestad.
Ignacio
Pérez Blanquer
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