Cuando
un sistema u organización sufre disfunciones o alteraciones
frecuentes en sus procesos se acostumbra a hablar inmediatamente de
cambio, y así se convierte "el cambio" en una especie de
hábito o rutina. En realidad todo cambia ─lo sabemos─ y
es posible que lo único que no varíe es el hecho mismo de que
debemos transformar continuamente nuestra manera de entender, y de
desarrollar, la actividad de las instituciones. Tan es así, que J.
W. Goethe, con toda razón, establecía un paralelismo inequívoco
entre vida y cambio: «La vida
pertenece a los vivos, y si alguien está vivo debe estar siempre
presto para el cambio».
El
cambio ─los cambios─ son una realidad en todos los sistemas.
Si intentamos ver la cuestión de forma aséptica lo que siempre se
procura con un cambio es que nos conduzca desde una situación con
inconvenientes a una situación más favorable. Aunque esto no se
debe interpretar como que el punto de partida fuese erróneo, ni
tampoco que la modificación que vayamos a realizar nos lleve a
soluciones definitivas de los problemas. El comienzo de un cambio lo
marca el punto donde algo que fue útil deja de serlo.
Es
cierto, y hay que subrayarlo, que esa meta ─a la que
pretendemos dirigimos con la transformación─ también será algo
provisional.
¿Escollos?
Posiblemente la primera valla que hay que saltar a la hora de hablar
de cambios es la impudicia de los que consideran inviable cualquier
cambio y que suelen expresar su pensar con un sarcasmo parecido
a: «Puede que las cosas cambien pero nunca para
mejorar». En las
organizaciones con muchos años de historia es posible advertir
frenos, y constituyentes anticuados, pero es muy importante reconocer
que ahí también reside una gran energía latente: la fuerza de los
rasgos fundamentales de la identidad de la institución.
Un
proceso de cambio llega a la cima cuando se produce la transformación
de comportamientos y actitudes personales. Aquellos proyectos ─por
muy ambiciosos que estos sean─ que están enfocados únicamente
a procesos, estructuras y sistemas pueden darse al traste si no son
admitidos por quienes deben implementarlos. La utilización de
los más espléndidos recursos y de los medios más innovadores
resultan del todo ineficaces cuando no se ponen en juego la capacidad
y el talento para sacar el rendimiento debido a esos elementos.
Actualmente
utilizamos mucho el concepto físico de «entropía»,
como ley universal, para referirnos a la degradación de los
sistemas: estos cumplen con su ciclo de vida e irremediablemente
fenecen. Pero deseamos pensar ─que en los sistemas a los que
nos referimos─ interviene la libertad humana y con ella la
capacidad de desarrollar potencialidades para convertir las
situaciones de declive en nuevas oportunidades.
Y
no olvidemos que ante los cambios siempre existen luces y sombras
pero es más ventajoso ser sanamente optimistas... ¿No lo creen
ustedes así?
Ignacio
Pérez Blanquer
¡Yo creo que sí! Es más, creo que nos adaptamos con facilidad.
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