miércoles, 10 de junio de 2020

El 'advertidor' apocalíptico


     Me encanta pasear por el enorme patio y por el atrio de la cartuja, lo he hecho muchas veces. Allí se hace realidad eso del remanso de paz, se medita, piensa, y se calman las agitadas neuronas. Queda la mente a su libre albedrío, contemplando arrobado esa arquitectura. La portada tetrástila de Andrés de Ribera da la impresión de ser un arco del triunfo, con florones, ventanucos calados, escudos… Una espléndida muestra de obra de arte renacentista. Y la fachada de la iglesia, de un gótico tardío, que con las obras de 1667 se convierte en una especie de retablo barroco tallado en piedra, con frisos y pilastras, jarrones; con sus columnas corintias.
     Nunca he entrado dentro, no he tenido la oportunidad de hacerlo, ni tan siquiera he visto la iglesia, salvo en fotografías. Como en otras ocasiones tomé asiento en uno de los bancos de hierro del patio, el que está más cerca de la portada. El tiempo se congela allí; quizás había pasado bastante rato cuando un monje encapuchado, al que no le pude ver ningún rasgo de la cara, se acercó a mí.    
     ¿Qué hacía ese fraile allí? No hizo el menor gesto de saludo, se sentó echado hacia delante. Sentí asombro y miedo, quedé paralizado y fundido con el silencio de alrededor. Dudé entre quedarme allí un instante más o marcharme despacio y de puntillas.
     Cuando estaba decidido a irme me sorprendió su voz cavernosa:
     ─¡Vivimos en el núcleo candente de un tiempo de destrucción!
     Lo miré a hurtadillas, sus sandalias de fraile acumulaban polvo de mil caminos. Él prosiguió, planteando terribles interrogantes:
     ─¡¿Hemos perdido todas las esperanzas?! ¡¿Estamos en las tinieblas?! ¡¿Ha desaparecido el orden correcto de todas las cosas?! ─exclamó con roncos sonidos.
     El día era soleado, cálido, dirigí mi vista hacia la cartuja, al portalón del que había salido. ¿De dónde venía aquel monje? La Cartuja de Jerez estaba ocupada por las monjas de Belén desde 2002. No me atrevía a decir nada aunque el temor inicial se me había disipado. ¿Sería un loco?
      ─¡La ambición gana en todos los terrenos, la falsedad, el dinero y el egoísmo son valores supremos! No es posible resistirse; todo va a desaparecer ─dijo alzando el tono de su voz quebrada.
     Levanté mi cabeza un poco, poniendo la vista en el muro de enfrente, el que va paralelo a la carretera.
     ─¿Una especie de lento apocalipsis? ─me atreví a decirle.
     Tardó mucho en contestar. En realidad no esperaba, tampoco, ninguna respuesta. Un automóvil paró a la entrada, antes de la verja. Una pareja salió con lentitud, miraban la portada extasiados. Iban pertrechados de abundante material fotográfico.
      Aquel raro cenobita seguía hierático. Ahora habló más pausado:
       ─Todo acaba siempre, es un ciclo. Un círculo maldito: hambruna, guerras, sociedades destruidas, miles de refugiados buscando pan y techo. Es la época de los hombres sin fuerza, sin valor, es tiempo de los cobardes. El planeta muerto y caliente, apresado por el fuego.

     
     En la pequeña puerta, de uno de los batientes de la soberbia fachada renacentista, apareció una de las monjas de Belén ─monjas de Belén, de la Asunción de la Virgen, y de San Bruno─. A los pocos metros, sin ninguna duda, observé que se dirigía hacia nosotros con determinación.
     Le adornaba una bella sonrisa; era alta, lo noté bien cuando me levanté del duro banco para saludarla. Ojos azules y leve acento francés.
     ─¿Ve usted también al monje pesimista? ¿Le está molestando? ─preguntó sin dejar de sonreír.
     Moví un poco la cabeza encogiéndome de hombros y esforzándome en configurar una media sonrisa que no conseguí. La monja prosiguió comentando:
     ─Sale de vez en cuando por aquí, no sabemos de dónde viene, ni cómo aparece; incluso lo hemos visto deambulando por clausura. Le llamamos el ‘advertidor’ apocalíptico y ya estamos acostumbradas a él. Creemos que es un avisador, que refuerza y eleva la capacidad de nuestro optimismo y de nuestras esperanzas en un mundo mejor.
     Giré la vista a mí izquierda, el monje de la capucha grande había desaparecido.
     En su lugar, una voluta de humo negro se difuminaba rápido en el aire de aquella hermosa y primaveral mañana.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia

2 comentarios:

  1. Precioso relato. El monje me recuerda al de tu visita a la cartuja en los escritos sobre tus paseos con Borges. El relato es inquietante y profético. Me ha encantado.

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  2. Pilar Nacarino Moreno10 de junio de 2020, 16:12

    Me gusta, tiene algo que me atrae mucho, no sé si desborda mi imaginación, y me anima a pensar que a veces los pensamientos, y los sueños, se pueden hacer realidad.

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